El
platonismo muestra teóricamente el cruel olvido del cuerpo,
el
desprecio de la carne, la celebración de la Afrodita celeste,
la
aversión por la Afrodita vulgar, la grandeza del alma y
la
pequenez de las envolturas carnales; luego se abren prácticamente
en
nuestra civilización occidental, inspiradas por estos
preceptos
idealistas, extrañas y venenosas flores del mal: el
matrimonio
burgués, el adulterio que lo acompaña siempre
como
contrapunto, la neurosis familiar y familiarista, la mentira
y
la hipocresía, el disfraz y el engaño, el prejuicio monógamo,
la
libido melancólica, la feudalización del sexo, la misoginia
generalizada,
la prostitución extendida en las aceras y en
los
hogares sujetos al impuesto sobre las grandes fortunas.
Y
también la figura del inhibido violento. La cerebralización
del
amor y su devenir platónico vuelven paradójicamente más
vulgares
las prácticas sexuadas. La dureza del ascetismo platónico
cristianizado
engendra y genera numerosos sufrimientos,
dolores,
penas y frustraciones. Terapeutas, médicos y sexólogos
lo
atestiguarían: la miseria de las carnes gobierna el mundo.
El
cuerpo glorioso alzado al pináculo ccmduce indefectiblemente
al
cuerpo real a los tugurios, a los burdeles o al diván
de
los psicoanalistas. En lugar del logro exitoso de las disposiciones
hedonistas,
lúdicas, gozosas y voluptuosas, los dos
milenios
cristianos no han producido más que odio a la vida
y
la incrustación de la existencia en la renuncia, la compostura,
la
moderación, la prudencia, la reserva y la sospecha generalizada
con
respecto al otro.
La
muerte triunfa como el modelo de las fijaciones e inmovilidades
reivindicadas:
la pareja, la fidelidad, la monogamia,
la
paternidad, la maternidad, la heterosexualidad y todas las figuras
sociales
que absorben y aprisionan la energía sexual
para
enjaularla, dc^mesticarla y constreñirla al estilo de los bon-
sais,
en convulsiones y estrecheces, en torsiones y obstáculos,
en
tensiones e impedimentos. La religión y la filosofía dominantes
se
han asociado siempre, hoy también, para lanzar una
maldición
contra la vida. Una teoría del libertinaje supone, pues,
reivindicar
el ateísmo en el terreno amoroso clásico y tradicional,
a
la par que un materialismo combativo.
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