El
filósofo actúa como médico del alma, como terapeuta,
como
farmacéutico. Trata y disipa las enfermedades,
cura
y conjura los trastornos, instaura la salud y despacha los
miasmas
patógenos. La vida filosófica se convierte en alternativa
a
la vida mutilada tras la sola decisión de seguir un tratamiento:
cambiar
la vida, modificar sus líneas de fuerza, construirla
según
los principios de una arquitectura deudora de un
estilo
propio. Lo cotidiano fragmentado, reventado e incoherente
genera
dolores, sufrimientos y penas que atormentan los
cuerpos
y destmyen las carnes. Entre las almas cascadas, rotas,
pulverizadas
y los cuerpos medicalizados, psicoanalizados, intoxicados;
entre
los espíritus frágiles, vacilantes, enclenques y
las
carnes angustiadas, gangrenosas, putrefactas, la filosofía
ofrece
la tangente de un camino que conduce al apaciguamiento.
Sólo
las lógicas de la decadencia entienden el pasado como
el
momento ideal de una edad de oro, y el presente como una
ocasión
de dejar atrás la edad de hierro con el propósito de reencontrar,
para
reactualizarlas, las raíces, las fuentes, los orígenes.
Pero,
desde luego, no existe una forma primitiva ideal
pasada,
ni la posibilidad de recuperar un tiempo perfecto -puramente
artificial,
por lo demás-. La pareja y la esfera sirven
como
modelos, como formas puras que en la concepción que
la
mayoría tiene en materia de relación sexuada provocan más
malentendidos
y penas que sensaciones gozosas. Aspirar a la fusión
es
querer la confusión, perder la identidad, renunciar a
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