BASTA DE SEXO PARA QUE EL SEXO ADVENGA

Esther Díaz

Artículo aparecido en Lamujerdemivida, Nº 23, Buenos Aires, junio 2005

Grosz

Cuando Karl Marx se encontró con el problema de la miseria obrera no se plegó al discurso de su tiempo. Nada de escasez natural, ni de robo concertado, ni de análisis de la moneda como representación de la riqueza, que eran las líneas investigadas en aquel momento. Se dio cuenta que hambrear a los trabajadores no es la razón de ser del capitalismo; pero sí la consecuencia inevitable de su desarrollo. Comprendió que había que estudiar la producción del capital, más que sus resultados que, por otra parte, estaban a la vista.

De manera similar, cuando Michel Foucault se enfrenta con la miseria sexual de nuestra cultura, no trata de explicarla negativamente por la represión. Los controladores del deseo buscan eficiencia en el sistema gubernamental y económico. Para ello necesitan seres domesticados y, en su afán de incorporar a los sujetos a la línea productiva, establecen parámetros sobre sus cuerpos y deseos produciendo, sin proponérselo, represión y más deseo. La represión del sexo suele ser una consecuencia, no un fin en sí mismo. El fiscalizador del deseo moderno busca una población previsible, para ello controla sus anhelos, genera represión como resultado imprevisto y, de manera inaudita, más deseo. Es decir, produce sexualidad.

Pero actualmente asistimos a otra etapa en la constitución de nuestro deseo: el mandato de practicarlo contra viento y marea. En la posmodernidad se trata de estimular concientemente el deseo sexual. Pues el sexo es mercancía. Si se estimula el deseo, se enaltecen los beneficios del goce a toda costa, se estimulan los cuerpos esculpidos y se ordena el placer sin atenuantes. Se logran así adictos consumistas. Ingrediente indispensable que, aplicado acríticamente a las leyes del mercado, produce seres dependientes de una belleza y de un goce que no encontrarán –por artificial, por imposible- pero detrás del cual dejarán sus ganancias y sus frustraciones.

Quienes ejercen poder intentan dirigir las conductas de los demás. Estos últimos, por su parte, pueden resistir. De este interjuego entre poder y resistencia surgen relaciones estratégicas. Una manera muy eficaz de ejercer poder es apuntar al deseo del otro. Reglamentar lo que los demás deben hacer con su cuerpo, con sus apetitos, con sus presuntos placeres. Esto se logra por medio de discursos, normas, planificaciones y prácticas que circulan capilarmente por la sociedad, atravesando ámbitos jurídicos, castrenses, escolares, familiares, religiosos, recreativos, mediáticos, morales, tecnocientíficos y gubernamentales. El objetivo suele ser obtener diversos resultados, tales como eficacia económica, obediencia laboral o sometimiento moral. Pero, una vez que se pone en marcha un dispositivo de poder se producen dos afluentes de efectos: los buscados y los no buscados. Se trata de una especie de astucia del dispositivo, de un plus. Cierto ejercicio de poder busca constituir sujetos dóciles, manejables, intercambiables y, llegado el caso, descartables. No obstante, al operar sobre el deseo, lo provocan y producen sexualidad. La sexualidad moderna sería impensable sin los discursos sobre ella.

Aunque no necesariamente hablando explícitamente se genera sexualidad, sino también ocultando. En la época victoriana, por ejemplo, se creyó que las torneadas patas de los pianos de cola podían excitar a los caballeros y, en función de ello, se decidió colocarles “polleritas”, logrando, probablemente, lo contrario de lo que concientemente se perseguía. Nada más sugestivo que lo maliciosamente velado. Lo prohibido fascina. Lo ilusorio seduce. La sexualidad es del orden del misterio.

El conjunto de los discursos, prohibiciones y prescripciones acerca del deseo lo incentivan. El deseo se estimula desde los entramados de poder. Y contribuye, a su vez, a consolidar la red de la que surge. El deseo no es poder, ni el poder es deseo. Pero ninguno de los dos existe sin el otro, más bien, interactúan. Es así como se formó la sexualidad. Se trata de un invento de la modernidad. En el tercer milenio, el imperativo de copular a cualquier costo está matando la sexualidad. Su agonía es producto del mandato brutal de gozar y gozar.

Es obvio que desde que existen seres humanos existió genitalidad. Pero el concepto de sexualidad implica mucho más que diferencia genital. La sexualidad constituye un conjunto de prácticas, discursos, normas, reglas, sobreentendidos, miradas y actitudes del orden del deseo, relacionadas no sólo con lo genital, sino también con todos los orificios, las eminencias y las mucosas propias y ajenas. Las significaciones se hacen extensivas al cuerpo en general y también a animales y objetos. El imaginario de la sexualidad alcanza asimismo a ciertas músicas, figuras, olores, colores, ademanes, temperaturas, texturas y - en nuestro tiempo - también medios masivos y digitales.

En consecuencia, si la sexualidad se constituyó a partir de ciertos discursos y prácticas, la actual inflación de los mismos podría estar destruyéndola. La saturación de los signos eróticos fragmenta el imaginario de la sexualidad y, por lo tanto, altera sus prácticas. La realidad de los cuerpos se borra en beneficio de su representación: se multiplican las propagandas eróticas para vender cualquier tipo de producto, las privacidades se exponen públicamente, se propagan las exhibiciones provocativas sin posibilidad de consumación. Aunque paradójicamente, por cierta perversión social, se exige tener sexo a toda costa.

Hay terapeutas que les dicen a sus pacientes que no es saludable no estar en pareja, como si conseguir pareja dependiera únicamente de la voluntad de las personas individuales, como si no hubiera infinitas circunstancias que inciden en los proyectos humanos, como si las parejas se consiguieran como un atado de cigarrillos en los quioscos. Y aunque así fuera, ¿quién garantiza un mínimo de satisfacción en el encuentro íntimo (en el supuesto caso que se produzca)?, ¿cuántas veces desnudarse ante otro es fuente de humillación o frustración, más que de gozo y delicia?

Otra característica de nuestra época es la preferencia por la representación, más que por los cuerpos constantes y sonantes: fotos, videos, comunicaciones digitales en detrimento de presencias reales o comunicaciones directas. Sin embargo se exige (se desea) sexo que, casi por definición, requeriría contacto directo con el otro. Pero una generación mediatizada comienza a tomar distancia de la inmediatez de lo real. Se podría pensar entonces que la sexualidad, tal como la concibió la modernidad, ya no existe. Su aparente brillo es similar tal vez al de una estrella apagada.

Ese parece ser nuestro desafío. Pues nos estamos dando cuenta de que la categoría de “sexo” o “sexualidad” ha sido gestada desde el poder. No porque fuera la finalidad de los poderosos acrecentar el deseo de los domesticados, sino porque incentivaron el deseo de los individuos “sin querer”. Los aparatos de poder económico-político necesitan manipular a los sujetos. Al hacerlo desde el deseo, los tornan rentables (se los inflama de compulsiones consumistas, por ejemplo). Pero también los tornan más deseantes. La intensidad del deseo sexual es directamente proporcional a la del control y la punición. Cuanto más se controla y prohíbe una práctica, más se la estimula. Por el contrario, cuanto más se incita a una práctica, más distancia suele ponerse de ella. Principalmente cuando los prometidos beneficios de alcanzar esa meta (en este caso, la “felicidad” a partir del sexo) no devuelven los placeres prometidos.

El sexo al que se nos arroja desde el imaginario social -con su hiato irreparable entre lo que ofrece y lo que realmente da- suele tornarse fuente de insatisfacción. Asistimos al fin del lúgubre desierto de la sexualidad, al fin de la monarquía del sexo como exigencia social que, paradójicamente, nos puede enfrentar con salivas ácidas o axilas malolientes, con intimidades desagradables o actitudes ofensivas. Pero de eso no se habla.

Es probable que haya llegado el momento de encontrar nuevas líneas de fuga para nuestro deseo, de buscar sexo sin codificaciones socioculturales, de relajarnos y enfrentarnos al deseo en estado puro, a un goce sin imposiciones ni mistificaciones. Se trataría entonces de no oír las voces que nos incitan a practicar compulsivamente el sexo, para que –en el silencio de nuestro deseo- pudiera tal vez surgir el placer verdadero, que puede o no incluir sexo. Y si lo incluye, éste no se nos imponga codificado, preestablecido, adocenado; sino más bien ignoto en sus impulsos, sus objetos, sus meandros, sus goces y sus penas. Se trataría de decirle “no” al sexo rey, para poder -quizás- ser reyes de nuestro sexo y nadar en una gran extensión de deseo en la que los elementos confluyan sin dejarse atrapar por imperativos preestablecidos. ¿Accederemos a las etéreas mariposas de un goce sin coerciones?

Esther Díaz

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