Podemos pensar la poesía, el más alto resplandor del lenguaje, como una manifestación del Eros, y podemos considerar la violencia de la alie­nación lingüística como una exteriorización de Tánatos, la pulsión de muerte que amenaza el accionar del Eros. Contra esta destrucción la poesía revela su don de es­cucha y sus poderes de lucidez, de protección, y de su­pervivencia -todos ellos ligados a la pulsión de vida. En las noches en que nos sumerge y sobrecoge, como ahora, y por sobradas razones, la angustia por los tristes desfi­laderos que atraviesa nuestra patria, cuando la poesía venga a visitarnos, no le cerremos nuestra puerta. Ella canta en nuestro corazón con una voz más consoladora                                             
que la de la historia, y su verdad es, con todo, más pro­funda y eterna que la de la historia. Desde la cólera de Aquiles hasta la nana de la campesina que arrulla a su niño, ella ha acompañado nuestro corazón y le ha con­fiado, día a día, las palabras talismanes con que alum­brar el camino de la vida. Traicionarla es también trai­cionar a nuestra historia y a nuestra patria, y a esa patria tan irrenunciable y primera que es nuestro lenguaje. Que sea nuestra presencia y nuestra escucha un gaje de fidelidad a la poesía, que habita, como la esperanza, en lo más alto de nuestros corazones.

El lenguaje es un fermento indestructible de uni­dad y comunidad entre nosotros -acaso uno de los últi­mos que nos quedan. Es el primer basamento, el estra­to profundo en que se encuentra y se alimenta una comunidad: no contaminemos el agua de la que bebe nuestra vida, no la dejemos a merced de los mercaderes de excrementos. En épocas de desconcierto, anarquía política y social, en momentos de bronca y violencia permanente, en los que la agresividad y perversión con que nos bombardean los medios no parece tener límite, es bueno recordarlo. Puede parecer una utopía inocen­te, una ingenuidad elitista profesar la salvación por la palabra. Mucho más, por cierto, es necesario. En ver­dad, el lenguaje no nos es suficiente, pero nos es nece­sario; la palabra sola no puede salvarnos, pero no nos podemos salvar sin la palabra. La derrota de la palabra implica una ceguera letal, un leso crimen de humani­dad, un craso fracaso que necesitamos conjurar por todos los medios a nuestro alcance para no descender al infierno que nos proponen nuestros enemigos. Y en el combate con las tinieblas, el hecho de que la luz, la in­teligencia, la alegría y el pan de la palabra estén con nosotros, que la veneración por el misterio y la vida de la palabra esté con nosotros, no será ciertamente una de nuestras menores ventajas.(Ivonne Bordelois)

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