El hombre hace la historia; a su vez la historia le deshace. El es su autor y su objeto, el agente y la víctima. Hasta hoy ha creído dominarla, ahora sabe que se le va de las manos, que se desarrolla en lo insoluble y en lo intolerable: una epopeya demente cuyo desenlace no implica idea alguna de finalidad. ¿Cómo atribuirle un objetivo? Si tuviera uno, sólo podría alcanzarlo una vez llegada a su término y de él no sacarían provecho más que los supervivientes; los restos; sólo ellos se sentirían colmados, pues gozarían del incalculable número de sacrificios y tormentos que el pasado ha conocido. Visión demasiado grotesca e injusta. Si se desea a toda costa que la historia tenga un sentido, debe buscarse únicamente en la maldición que pesa sobre ella. El propio individuo aislado puede poseerlo solamente en la medida en que participa de esa maldición. Un genio maléfico preside los destinos de la historia; es evidente que ésta no tiene objetivo, pero se halla marcada por una fatalidad que lo suple y que confiere al devenir una apariencia de necesidad. Esta fatalidad, y sólo ella, es lo que permite hablar sin ridículo de una lógica de la historia, ‑e incluso de una providencia, una providencia especial sin duda, y más que sospechosa, cuyos propósitos son menos oscuros que los de la otra, la supuestamente bienhechora, ya que logra que las civilizaciones cuyo destino rige se desvíen siempre de su dirección original para alcanzar lo contrario de lo que deseaban, para desmoronarse con una obstinación y un método que denuncian las maniobras de una fuerza tenebrosa e irónica.



Con ansia y amargura, he intentado cosechar los frutos del cielo y no he
podido. Se elevaban hacia no sé qué otro cielo cuando les tendía mis manos
golosas de su abundancia.
Las ramas de las bóvedas se comban sobre las esperanzas de nuestras
plegarias; cuando éstas callan, aquéllas pierden sus frutos.
Tampoco brotan flores en el cielo ni las vides dan fruto. Dios, como no
tiene nada que guardar en su casa, de aburrimiento y enojo, deja yermos los
jardines del hombre.
No, no; no es la visión de los astros lo que me deslumbrará. Bastante luz
he perdido mendigando a las alturas. Harto de toda laya de cielos, he dejado
mi alma a merced de los ornamentos del mundo.


Las doctrinas carecen de vigor, las enseñanzas son estúpidas, las
convicciones ridículas y estériles las florituras teóricas. De todo lo que somos,
vida no hay sino en las potencias del alma. Si no hacemos con ellas música
superflua y no elevamos el tedio al rango de oráculo, ¿en qué misterio nos
enterraremos? ¿No se siente en el pulso el mismísimo misterio de la materia y
no nos evoca su ritmo las melodías de lo indescifrable?
Cuando estoy despierto, no sé en qué creer; cuando estoy atribulado por
los acordes, menos aún. Pero ¿por qué cuando estoy así, carente de toda fe, la
vida se transforma en yo y yo estoy en todas partes?
El final de la música interior es una fusión en un andante cósmico. La
tempestad que desencadenan las trompetas se apacigua y una calma horizontal
se desliza como una ausencia soleada.
... Con frecuencia he sentido a mi alma junto al cuerpo. A menudo, la he
sentido lejos, muchas veces sin razón de ser y sin oficio ni beneficio. ¿Cómo
iba a seguirla si, en sus súbitas elevaciones se escapaba del lecho de mi
corazón? ¿No es su destino vagar por los cauces de los sentidos? ¿Qué es
entonces, lo que la empuja a esos espacios adonde no puedo seguirla? Los
hombres la tienen, disponen de ella, les pertenece.
Sólo yo quedo inferior a mí mismo.
Deja de vigilar a tu alma; ¡mírala cómo sale de estampía [estampida?]
hacia el cielo! Su natural derrotero es la adversidad, ¿Qué adalides tendré que
emplear para ligarla a la tierra? ¡Ojalá sus borrascas cobraran la intensidad de
las pasiones pasajeras para poder refrenarla aprisionando su cuerpo con grillos!
Al menor descuido, envuelta en llamas, se suelta y se va hacia otros mundos.
¿De dónde vendrá esa súbita llamarada que la arroja al destierro en parajes
celestiales mientras tú te quedas aquí, como víctima junto a un cuerpo
abandonado?
Hay un latido asesino que destroza los lazos terrenales, una sed de
felicidad fuera de las felicidades, un anhelo de desmayo astral, de perdición en
los temblores de ahogarse en espumas de pesares divinos. ¿Qué alas le han
salido secretamente al alma para que, de pronto, la lleven exultante allende el
sol y, embargada de una vida sin sentido, en su vuelo deje como rastro las
fuentes de la luz más allá de la vida?
Quisiera morir miles de veces y que ella se desgarre en la inmensidad del
ninguna-parte.
... He buscado las quietudes del alma en los paisajes, en las sonrisas, en
las ideas. Pero ella, errabunda, no les servía de compañía, sino que revoloteaba
por las cimas del mundo. ¿Cuándo descenderá su efervescencia hasta los
aledaños de los no-seres cotidianos? Ojalá tuviera otra alma ¡un alma más
terrenal!(Emil Cioran)


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