LA SOCIEDAD POSEDÍPICA
Esther Díaz
Artículo aparecido en Imago Agenda, Buenos Aires, abril de 2006



Nadie pretende que un mito sea verdadero, más bien se pretende lo contrario. Pues los mitos anteceden a la razón e ignoran sus exigencias. El origen del pensamiento mítico se pierde en los laberintos del tiempo. El nacimiento de la racionalidad, en cambio, se remonta al crepúsculo de la cultura griega arcaica. Desde entonces la razón no solo ocupará el volumen histórico que anteriormente ocupaba el mito, también lo frecuentará. La literatura, las religiones, la ciencia y la filosofía hunden sus raíces en los mitos fundantes de nuestra cultura.

El registro oral en el que transcurrían produjo distintas versiones de un mismo mito. Por ejemplo, el de Edipo pasó a la historia tal como lo escribió Sófocles y lo retomó e interpretó Freud. Pero las fuentes griegas reconocen otras versiones. En una de ellas Layo, siendo adulto, debió huir de Tebas por razones políticas. Fue recibido en el palacio de un rey amigo, de cuyo hijo se enamoró. Tan grande fue la pasión de Layo que raptó al joven para disfrutarlo plenamente. Pero Edipo, que estaba enamorado de ese mismo muchacho, persiguió a su rival y lo mató. Ignoraba que era su padre. Todas las tradiciones coinciden en que Edipo mató al rey de Tebas. Pero no todas coinciden en los motivos del asesinato. Ahora bien, Desde el momento en que Edipo comete el crimen, las mayoría de las interpretaciones del mito vuelven a confluir. Edipo despliega su sagacidad ante los tebanos, ello le permite gobernarlos. Y luego de unos años fértiles, gozosos y estimulantes, la desgracia cayó sobre su reino. La historia es por demás conocida: peste, calamidades, iras celestiales, revelación de la verdad criminal, suicidio de Yocasta, pérdida de la visión y del poder de Edipo.

La pérdida del poder, en sí misma, parece un castigo duro de sobrellevar. No obstante, esa interpretación daría por verdadera una dudosa generalización respecto de la ambición de poder de todos los sujetos. La historia da cuenta de hombres y mujeres que, en uso de su libertad, han rechazado el ejercicio del poder. Podría ser también este el caso del maduro Edipo. No es difícil imaginar que alguien que encontró tantos escollos -desde recién nacido- a causa del poder, se sienta liberado al perderlo. Se puede admitir que Edipo no sufriera por la pérdida del poder. No obstante, se supone que sufrió la pérdida de su esposa. Pero si se piensa bien, Yocasta ya no sería tan apetecible para la época del trágico desenlace. Es extraño que en un imaginario machista, que desalentaba tajantemente las uniones entre varones jóvenes y mujeres mayores, no se tematizara la problemática de la diferencia de edad. He aquí una veta para seguir pensando.

Por otra parte, Yocasta no podía ser totalmente ingenua respecto del posible origen de su joven marido. Pues si bien no tenía pruebas de que su pequeño hijo (otrora condenado por Layo) había sobrevivido, tampoco tenía pruebas de su muerte. Incluso, según Sófocles, Yocasta le confesó a Edipo que Layo se le parecía físicamente. Sin embargo, en el imaginario cultural Yocasta está más allá de cualquier sospecha acerca del incesto.

Los idearios colectivos se construyen, entre otras cosas, a partir de principios morales promovidos por quienes ejercen el poder. Un arquetipo ético funcional al poder moderno fue la familia burguesa. Para ese paradigma no resultaba operativo un héroe amante de los muchachos, como el de la versión de Edipo aquí rescatada. Es verdad que tampoco resultaba operativo que los héroes maten a sus padres y se acuesten con sus madres. Pero los hijos que se atreven a tal cosa, en el pecado encuentran la penitencia. Son excluidos de la sociedad, pierden la vista, pierden el poder, en fin, son castigados por el destino.

El Edipo de la versión alternativa se permitió amar a los muchachos y a una mujer mayor que él. Esto constituye una figura de deseo más acorde con ciertas realidades de nuestra época. Ya no se considera enfermo a quien se siente atraído por personas de su mismo sexo, y existe más flexibilidad respecto de las relaciones entre jóvenes y mujeres maduras; mientras la frontera hegemónica de la familia centrada en el triángulo padre-madre-hijo se difumina como una imagen de cera rodeada por el fuego.

Los cambios en los vínculos parentales responden a la irrupción de otros tipos de convivencia, al hallazgo de culturas milenarias que persisten sin atenerse a los códigos europeos, así como a la incidencia de las nuevas tecnologías. Hijos de probeta, padres o madres donantes, vientres alquilados, posibilidad de clones. Hijos de parejas gays o lesbianas. Niños que mantienen contactos más íntimos con empleados domésticos que con sus padres, o que ven más horas las pantallas televisivas o digitales que a sus progenitores. Familias ensambladas, otras disgregadas. Hijos de padres adolescentes y solteros, criados por sus abuelos, quienes mantienen también a los padres biológicos (es decir, a sus propios hijos). Hogares con presencia de un solo progenitor y otros con padres o madres “alternados” entre los biológicos y los sustitutos. A estas tendencias sociales -la mayoría desconocidas por Freud y por Sófocles- se agregan las comunidades matriarcales, donde los varones no saben quienes son sus hijos ni conviven con ellos. En casos como los enumerados el deseo parece escaparse de las codificaciones del Edipo freudiano.

El deseo no es algo constante que se mantenga invariable a través del tiempo. Es una producción social. Las distintas épocas históricas (y las diferentes culturas y subculturas) generan diversas representaciones del deseo y distintas maneras de “encauzar” las intensidades. Actualmente contamos con elementos que nos permiten dudar de la universalidad de las formas de relación con el objeto anhelado. Las variadas figuras que rodean el nacimiento y el crecimiento de los niños no parecen subsumirse bajo el peso de una ley familiar única.

Resulta interesante destacar que en la mayoría de las versiones del mito Yocasta responde a un imaginario construido al gusto masculino tradicional. Sabido es que una de sus características es atribuir vulnerabilidad y “santidad” a la mujer-madre. La viuda de Layo no puede gobernar sola y es tan inocente que ni siquiera se le ocurre que ese muchacho con el que se está casando podría ser su hijo. Sin embargo, cuenta con elementos para descubrir el secreto. En un determinado estado del mito arcaico, las cicatrices de los tobillos le revelan a Yocasta la identidad de su joven marido. Este aspecto perturbador ha sido modificado en la versión de Sófocles, fuente nutriente de la interpretación freudiana.

Por otra parte, nadie dice nada respecto del placer que habrá significado para esa señora acostarse con un jovencito. Ni una palabra acerca de su obvia complicidad cuando comienza a develarse que su joven esposo mató a un hombre que podría haber sido su primer marido. Cabe agregar que uno de los relatos más tempranos del mito dice que después de la muerte natural de Yocasta, Edipo se casó con una joven llamada Eurigania y es con ella que engendró a sus hijos. Esto también cayó en el olvido.

Si se sigue la vertiente aquí comentada, se abre un resquicio para pensar otra Yocasta.

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