¿Alguien trata de convertir a otro? No será jamás para salvarlo, sino
para obligarlo a padecer, para exponerlo a las mismas pruebas por
las que atravesó el impaciente convertidor: ¿vigilia, plegaria, tormento?
Pues que al otro le ocurra lo mismo, que suspire, que aúlle, que se
debata en medio de iguales torturas. La intolerancia es propia de
espíritus devastados cuya fe  se reduce a un suplicio más o menos
buscado que desearían ver generalizado, instituido. La felicidad del
prójimo no ha sido nunca ni un móvil ni un principio de acción, y sólo
se la invoca para alimentar la buena conciencia y cubrirse de nobles
pretextos: el impulso que nos guía y que precipita la ejecución de
cualquiera de nuestros actos, es casi siempre inconfesable. Nadie salva a
nadie; no se salva uno más que a sí mismo aunque se disfrace con
convicciones la desgracia que se quiere otorgar. Por mucho prestigio
que tengan las apariencias, el proselitismo deriva de una generosidad
dudosa, peor en sus efectos que una abierta agresividad. Nadie está
dispuesto a soportar solo la disciplina que ha asumido ni el yugo que ha
aceptado. La venganza asoma bajo la alegría del misionero y del apóstol.
Su aplicación en convertir no es para liberar sino para convertir.
En cuanto alguien se deja envolver por una certeza, envidia en
otros las opiniones flotantes, su resistencia a los dogmas y a los slogans,
su dichosa incapacidad de atrincherarse en ellos. Se avergüenza
secretamente de pertenecer a una secta o a un partido, de poseer una
verdad y de haber sido su esclavo, y así, no odiará a sus enemigos
declarados, a los que enarbolan otra verdad, sino al Indiferente culpable
de no perseguir ninguna. Y si para huir de la esclavitud en que se
encuentra, el Indiferente busca refugio en el capricho o en lo aproximado,
hará todo lo posible por impedírselo, por obligarlo a una
esclavitud similar, idéntica a la suya.(Emile Cioran)

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