LA FILOSOFÍA DE LA CIENCIA COMO TECNOLOGÍA DE PODER POLÍTICO SOCIAL

Esther Díaz
  
Esther Díaz
¿Tengo un cuerpo o soy un cuerpo?
Nietzsche

1. PROGRAMAS CIENTÍFICOS , PODER Y DESEO
El atomismo fue un invento del siglo V ante de Cristo. Leucipo imaginó un universo infinito constituido por materia y vacío. Concibió la existencia de elementos indivisisibles - los átomos – que al unirse producen la realidad y al separarse la destruyen abriendo espacios de vacío siderales. Demócrito perfeccionó la teoría de Leucipo y encontró una solución ejemplar para responder al enigma del ser y el devenir. Los átomos de Demócrito son una especie de puente entre dos teorías aparentemente irreconciliables como las de Parménides y la de Heráclito. Pues los elementos de los primeros atomistas griegos conservan por partes iguales la necesidad racional de lo inmóvil, como en Parménides, y la revelación empírica de un mundo en permanente cambio, como el de Heráclito .
Si producimos un salto histórico, es posible establecer  analogías entre estas teorías fundantes de la episteme occidental y los supuestos científicos de la primera modernidad, ya que el ser de Parménides sigue presente en la inmutabilidad, necesidad y universalidad de las leyes físico-matemáticas, mientras el cambio heracliteano se manifiesta en la contingencia y la inestabilidad de los fenómenos empíricos que son indispensables para la confrontación de hipótesis.
Los átomos de Demócrito, en tanto indivisibles, son inmutables. Sin embargo, desde el punto de vista de sus trayectorias cambian, están dotados de movimiento. Pero la importancia de la hipótesis  de Demócrito no se detiene ahí. Se manifiesta asimismo en el hecho de que su doctrina no se resigna a ser una mera teoría sobre la realidad física, sino que aspira a una concepción total del mundo, incluyendo, como una de sus partes esenciales, la ética.  Pero no una ética escindida del conocimiento de la naturaleza, sino operante en la construcción misma de lo que entendemos como realidad.
Es verdad que , en general,  los filósofos griegos consideraban que para acceder al conocimiento se debía cumplir con ciertos requisitos de orden moral. Pero la ética, al menos entre los que fueron rectores de la cultura occidental posterior, constituía una rama más de la filosofía, al estilo de la lógica o de la estética. Sin embargo, en el comienzo de la modernidad, los ámbitos de la verdad científica y de la reflexión ética van a quedar fuertemente escindidos (Dreyfus et Rabinow,1982). Pero a pesar que el divorcio contundente entre investigación básica y responsabilidad moral del científico se produce a  partir de Descartes, como modelo epistémico; desde el comienzo del pensamiento racional, en Grecia clásica, ya sobrevolaba el fantasma de la separación de los ámbitos de la episteme y delethos. En la modernidad tardía esa escisión  se cristalizó en la pretendida neutralidad ética de la investigación básica.
Los epistemólogos tradicionales (fundamentalmente de extracción anglosajona) han defendido la neutralidad moral de la ciencia, aceptando la reflexión ética sólo como una instancia de la ciencia aplicada en tanto tecnología. Mi postura apuesta a introducir la reflexión axiológica desde el inicio mismo del proceso científico. En este sentido, rescato a los sofistas y a filósofos como Leucipo, Demócrito, y Lucrecio, así como a los estoicos y epicúreos, a los que –no casualmente- la filosofía oficial académica suele denominar “filósofos menores”. 
La teoría atómica fue retomada por Epicuro en el siglo IV a. C., es decir, en la misma época en que Aristóteles (un poco más viejo que Epicuro) ya había concebido sus ideas acerca de la conformación de la realidad como un orden estratificado y jerárquico, cuyos principios irreductibles son los cuatro elementos: agua, fuego, aire y tierra, y acerca de la existencia de un fin último hacia el que toda la naturaleza tiende y que es la perfección. En la concepción aristotélica, de manera similar a la teoría platónica, tanto la naturaleza como los humanos están subordinados a ideas rectoras superiores. En cambio,  la doctrina de Epicuro no se subordina a organizaciones celestiales trascendentes (nada de mundo de las ideas ni de motores inmóviles). Incluso a diferencia de los primeros atomistas, para quienes el devenir atómico respondía a una especie de necesidad racional, Epicuro  introduce el azar en el proceso atómico generador de realidades[i].
Según la visión epicúrea del mundo, los átomos corretean entre nosotros, están en nosotros, nos constituyen y son nuestro entorno. El azar, para ellos, es similar a la libertad para nosotros. Libertad y azar hacen y deshacen nuestro devenir. Los átomos son inalterables en sí mismos aunque cambiantes en sus trayectorias. Unos trescientos años después de la propuesta epicúrea, Lucrecio describe, en impecables versos latinos, el desplazamiento de los átomos en el vacío siguiendo trayectorias paralelas. Existe una especie de armonía. Pero esa armonía no es eterna. En algún momento impredecible se produce  la inclinación de un átomo, o clinamen, que provoca una vorágine indescriptible de choques, explosiones y confusión. El peso de los átomos los desplaza hacia abajo, pero la desviación los impele hacia otras direcciones. Esto desencadena un cataclismo atómico que, paradójicamente, es caos y orden al mismo tiempo. Mejor dicho, la catástrofe inicial es la condición de posibilidad de la generación de un nuevo orden, el de la organización de la realidad tal como la conocemos[ii].
Si juzgamos la doctrina atómica greco-latina desde los parámetros de la física cuántica aparece como más consistente que la platónica o la aristotélica. No obstante, éstas últimas fueron hegemónicas en Occidente durante casi dos mil años. En la Antigüedad, el triunfo de la teoría de Platón se alternó con la de Aristóteles (Platón, cuando la democracia comenzaba a mostrar sus grietas, Aristóteles, cuando su discípulo Alejandro barrió con los últimos sueños de igualdad legislativa en Grecia). Luego, en la primera Edad Media, reinó el neoplatonismo y en la Edad Media tardía, el tomismo aristotélico; el primero con el horror a la concupiscencia propio del medioevo monacal, el segundo con el “renacimiento” medieval y su ascendente apertura al mundo. Como se tratará de fundamentar en el presente trabajo, estos éxitos u olvidos histórico-sociales responden a los dispositivos de poder vigentes en cada época histórica.
La teoría atómica antigua fue soslayada o negada durante milenios, para resurgir triunfante recién a fines del siglo XIX. Durante ese tiempo fue relegada a polvorientos manuales de filosofía o citada en historias de la ciencia como algo anecdótico más que fértil, delirante más que razonable, superficial más que profundo.
Fue tan corta su difusión y tan largo su olvido que cabe preguntarse si esta exclusión histórica se deberá a una falta de consistencia cognitiva, o de ausencia de rigor lógico, o de explicación coherente de los atomistas o si, en realidad, no habrá otros motivos. Motivos que no necesariamente son cognitivos, sino valorativos y del orden del poder. Pues, los atomistas no sólo se permitieron introducir la multiplicidad, el cambiola diferencia y el azar en la explicación de la naturaleza, sino también la libertad y la éticaAdemás, compartieron sus discusiones teóricas conmujeres. En el Jardín de Epicuro había filósofos y filósofas. Existen, quizá, demasiadas transgresiones al orden político-social establecido  como para que sus teorías pudieran ser incluidas en las “publicaciones oficiales”.
Es evidente que concepciones teóricas como las de Platón y Aristóteles responden mejor a las expectativas de los poderes hegemónicos. Pues en ellas el orden jerárquico y la necesidad lógica (impuesta obviamente por ese mismo orden) impera sobre las diferencias, las libertades individuales y los “seres inferiores”. Además, nada cambia en las estructuras profundas platónicas o aristotélicas, como nada debe cambiar –desde el deseo de las clases dominantes- en las estructuras profundas de lo social. Teorías como las de Platón, Aristóteles y, más adelante, Newton (aun sin proponérselo) sirven de fundamentación teórica para los imperialismos, los colonialismos y, en general, la manipulación de las redes de poder de tipo hegemónico. Por el contrario, concepciones teóricas como las atómicas, las no deterministas y las microfísicas se corresponden, aunque tampoco se lo propongan conscientemente, con la validación de las tolerancias, el respeto por las diferencias y los poderes plurales, democráticos y cambiantes. En realidad, el dispositivo validante de los conocimientos mimados por el poder es un proceso sin sujeto. No porque en una primera instancia no haya sujetos que se planteen ciertos objetivos, ni porque los dispositivos no partan desde y hacia los sujetos en función de esos objetivos, sino porque el proceso produce un plus no buscado, pero que ayuda a fortalecerlo, como una especie de “astucia de la razón hegeliana”[iii].
A partir de este ejemplo histórico paradigmático de las relaciones entre conocimiento y poder en nuestra cultura, señalaré primero cuál es la hipótesis que intento defender; luego, por qué considero que merece tratarse; en tercer lugar,cómo la desarrollaré y -por último- qué propongo como alternativa teórica. Esta propuesta  pretende diferenciarse de una filosofía de la ciencia que se atiene únicamente a la faz justificativa de los contextos científicos. Incluyo también entre las teorías reduccionistas justificativas a las actuales lógicas del descubrimiento, plagadas también ellas de “causalidad”, “verdad como correspondencia”, “analogías lógicas” y otros conceptos extraídos de la concepción heredada en filosofía de la ciencia. Entiendo que los “programas fuertes” de sociología de la ciencia , la psicología y la antropología de la ciencia siguen igualmente plegados a categorías analíticas, racionalistas o neopositivistas aunque en algunos casos prediquen lo contrario. Fundamento mi postura al respecto en el hecho de que todas estas disciplinas, aunque amplían el marco teórico referencial de su objeto de estudio (ya no se trata únicamente de lo lógico-lingüístico), no han revisado sus categorías de análisis[iv].
Apuesto, en cambio, a una filosofía de la cultura que intenta deconstruir las relaciones entre poder y verdad, a una epistemología que se sustente no solo en la historia interna de la ciencia sino también en la historia externa[v]. Dicho de otra manera, se trata de adherir a una epistemología, a una filosofía de la ciencia (no a una sociología, psicología o antropología aunque se haga uso de ellas cuando se lo considere pertinente) que analice las características del saber dominante en cada época histórica en relación con los mandatos, las ideas regulativas, los alicientes y las puniciones propias del imaginario social y los dispositivos de poder con los que interactúan el conocimiento científico, su práctica y sus productos, sin descuidar la reflexión sobre el aspecto metodológico lingüístico validante. Pero no estudian ese aspecto meramente en sí mismo, sino en relación con los demás dispositivos sociales.

1. La hipótesis propuesta es que los saberes que una época histórica considera verdaderos se imponen solo en la medida en que coincidan con los objetivos de los dispositivos de poder vigentes (en esa misma época). Además, estos saberes validan teóricamente las prácticas sociales que sustentan tales dispositivos constituyendo los imaginarios sociales que regulan los valores y las conductas de las personas.
2. La cuestión merece tratarse porque al deconstruir las relaciones entre verdad y poder se revela que el conocimiento –muchas veces – está al servicio de la dominación y no necesariamente de la apertura de espacios de libertad comunitaria o del “bien común desinteresado”.
3. Abordaré esta problemática considerando el éxito de determinados programas científicos o filosóficos en relación con las modalidades de poder que signan la época en las que tales programas obtienen credibilidad social y legitimación institucional. Estos programas – no casualmente – suelen servir de validación teórica a los dispositivos ejecutores de poder.
4. Planteos teóricos con la orientación aquí propuesta han sido trabajados, entre otros, por el pensamiento  francés (Bachelard, 1978; Althusser, 1975, Foucault, 1977), así como por Paul Feyerabend (1988) y de una manera menos radicalizada, pero contundente, por el estadounidense Thomas Kuhn (1985). Se han abordado así mismo, desde una postura más regional o combativa políticamente en el pensamiento argentino: Rodolfo Kusch (1975) en el primer caso y Oscar Varsavsky (1969) en el segundo. Aquí se pretende resaltar  las relaciones de las teorías científicas con las prácticas sociales, es decir, con el poder. Se pretende, sobretodo, generar –o plegarse a – un discurso liberador de la reflexión sobre la creatividad y la solidez de la práctica científica, sin eludir las críticas a ciertos aspectos de la ciencia y de la epistemología hegemónicas. En la medida en que tanto una como otra, en pos de la conservación de los espacios de poder alcanzados, se arrogan la potestad de normalizar, codificar y controlar la práctica científica bajo la intachable bandera de la búsqueda de la verdad por la verdad misma, pretendiendo no estar relacionadas con la ética, ni con los intereses corporativos, ni con el poder en general.

2. La condición de posibilidad histórica del conocimiento racional y su interrelación con las prácticas
La idea de episteme como un saber desinteresado, movilizado únicamente por el deseo de saber y exento de cualquier mecanismo de poder se originó en la Antigüedad clásica. Fue gestada por los señores que detentaban el poder, mientras miles de esclavos se ocupaban de solucionar las necesidades básicas de quienes gobernaban, entre éstos últimos también había algunos que estudiaban (tenían tiempo y sostén económico para hacerlo). Esto no le quita mérito al saber en sí mismo, pero ilumina las relaciones que –desde el origen de la historia del conocimiento- amalgaman la interacción entre poder y saber.
Tampoco le quita mérito al poder, en la medida en que se constituya en productivo y genere espacios de conocimiento. La pregunta que se impone, entonces, es por qué Occidente se tomó –y se toma- tanto trabajo para ocultar lo que ya desde la Antigüedad fue obvio para muchas personas (por ejemplo, los sofistas). Esto es, para ocultar que la verdad se impone siempre y cuando esté sujeta a algún tipo de poder. No porque el poder sea tan omnívoro que pueda imponer cualquier verdad arbitrariamente y siempre salga inmune de ello; sino porque en la competencia por la imposición de diferentes posturas acerca de la realidad, la solidez de una teoría es una condición necesaria pero no suficiente para que se imponga a sus rivales.
El pensamiento antiguo y medieval fue hegemonizado por aquellos pensadores que respondieron, desde sus teorías, a los fundamentos teóricos de los poderes reinantes; o que respondieron a los imaginarios surgidos por la interacción de esos poderes con las prácticas sociales vigentes; también existen épocas en que las teorías reinantes son expresiones de deseo colectivos. Tal es lo que ocurrió con el primer triunfo de la teoría platónica. Los griegos de la época clásica eran conscientes de la unidad perdida. Aquella unión entre dioses y humanos, entre cosmos y seres vivos, entre conocimiento y sabiduría se resquebrajaba, mostraba sus grietas. Aquella fe imperturbable en sus leyes, cantadas y alabadas fogosamente por la arcaica Antígona, se les estaba yendo de las manos. Los griegos  entraban en el cono de sombras de la historia. Pero legaron al mundo que los sobrevivió el más elaborado canto  del cisne de su soberbio pensamiento. Un pensamiento capaz de construir mundos desde la nada. Todo para gloria de la filosofía, del tirano de turno, de Dios o de la ciencia, según los avatares históricos.

2.1. TEORÍAS CIENTÍFICAS O FILOSÓFICAS COMO FUNDAMENTO DE DOMINIOS POLÍTICOS
Los sofistas, en esa especie de “posmodernidad” antigua que fue el siglo V a C.[vi], tenían pocas posibilidades de ganar la batalla contra los filósofos. Mientras éstos últimos ofrecían mundos verdaderos, estables, universales e indestructibles, los sofistas hablaban de la no existencia de la verdad a no ser como consenso, de inestabilidad, de relativismo y de cambio. Es obvio que los sofistas no pertenecían a la clase social más privilegiada (necesitaban ganarse un salario); aunque tampoco estaban tan mal (tenían tiempo y ganas de estudiar y debatir). Platón, en cambio, estaba casi siempre en las cercanías del poder o quería estarlo. De este modo, su doctrina desarrollaba conceptos restauradores de la unidad perdida, aristocráticos y hegemónicos. Pero Platón ha sido uno de los pensadores más preclaros de Occidente. Al menos uno de los más exitosos. Construyó un Mundo de Ideas trascendentes, que nadie ve, ni escucha, ni toca, ni huele, ni degusta. Sin embargo, ese mundo, en contra de toda evidencia, pasó a ser el mundo verdadero, mientras este mundo concreto, sólido, perceptible y obvio es sólo un simulacro[vii].
Las cualidades de los entes de este mundo pueden ser reconocidas como casos particulares de una misma propiedad porque comparten algo en común, que no es material. Pero esa coparticipación hace a los entes semejantes entre ellos porque replican, de manera imperfecta, la perfección de la forma pura. Ella, además, es la razón de ser de todos y cada uno de los entes. Esta doctrina pudo reinar en una Grecia corroída por la incertidumbre de una unidad política que se estaba perdiendo (fin del siglo V y siglo  IV a.C.) y volvió a reinar con el cristianismo triunfante (siglo V de nuestra era). La iglesia, para fundamentar conceptualmente sus premisas, “purificó” y “bautizó” la teoría platónica primero y aristotélica después. Al mismo tiempo las relacionaba con sus propios dogmas y las instrumentaba comunitariamente para instaurar un rígido control social, en nombre de la moral y el orden. Este es un hermoso ejemplo histórico de un dispositivo de verdad-poder.
Las formas celestiales platónicas son uniformes y ordenadas, los astros que observamos en el cielo dan cuenta de ello. Si percibimos anomalías en los movimientos de los planetas es por falencia de nuestra capacidad de observación. Estas irregularidades son aparentes y engañosas. Pues las formas son perfectas y el universo es ordenado. Habrá que encontrar una combinación satisfactoria de movimientos circulares perfectos que puedan explicar las engañosas anomalías de los astros.
La teoría de Platón reina en épocas político-sociales en las que se le otorga preferencia a la razón sobre la sensación. Este filósofo “beatificado” por la Iglesia como el gran negador del cuerpo –algo que quien lea seriamente algunos de sus escritos sabe que no es así[viii]- desarrolla una idea que ya estaba subyacente en la episteme antigua: el armazón de este mundo es del orden de lo formal, de lo abstracto, de lo matemático. Esto ya lo habían dicho los pitagóricos, esos grandes fetichistas del número.
Si lo que hay que descubrir son formas, entonces no se alienta la investigación empírica. Lo empírico es propio de esclavos, no de los amigos de Sofía que casualmente son también los amigos de Platón. Y no es que no haya que estudiar los fenómenos concretos; ya que ellos ponen de manifiesto un orden, una forma que nos remite, aunque más no sea como reminiscencia, a las causas necesarias, forzosas, obligatorias de las cosas. Esas causas necesarias deben buscarse en la razón, o por medio de ella. Esto es así porque la razón posibilita el acceso a la verdad o al verdadero amor, que es el amor a la verdad. El que, a su vez, es tan deseable porque remite a la forma pura o verdad en sí misma.
Platón sienta las bases para que su discípulo Aristóteles le otorgue “seriedad académica” al pensamiento de su maestro. “Académica”, obviamente, en sentido moderno. Es decir, un pensamiento desarraigado de las metáforas poéticas, del amor por los cuerpos bellos y de las apelaciones al mito, con los que todavía se permitían deleitarse en la Academia de Platón. Con Aristóteles se borran del escenario del pensamiento occidental los últimos vestigios del deseo, del cuerpo y del amor. No porque estos temas estén prohibidos en Aristóteles, sino porque se los clasifica y tipifica “tan científicamente” que se los desencarnan hasta el aburrimiento.
Para Aristóteles la finalidad de la ciencia es revelar las causas de los entes. La teleología, es decir la orientación hacía un fin último y perfecto en la naturaleza, es inmanente a los objetos. En la naturaleza no existe el azar o la casualidad, sino el orden y la regularidad.[ix] El mundo sublunar está constituido por cosas particulares y concretas. Una multifacética alteridad entre forma y materia compone una realidad rica y cambiante. El movimiento es el paso de la potencia al acto. Esta modificación se mide en tiempo, que es un accidente de la sustancia. El tiempo no posee ser en sí, es la medida del cambio, es una categoría [x]Pero el cambio afecta únicamente al mundo sublunar: un mundo imprevisible, incierto, corruptible; también un mundo feraz, productor, generativo. Sobre esta sinfonía de generación y muerte existe otra realidad, la de los cuerpos celestes. Ellos están constituidos por una materia incorruptible, el éter. Es el quinto elemento o quintaesencia. Los cuerpos celestes solo experimentan el movimiento de rotación, ignoran otros cambios espurios como la alteración de la sustancia, la forma o la cantidad. Son siempre iguales a sí mismos. El tiempo no los afecta. No se corrompen ni degeneran.
En el universo de Aristóteles la Tierra inmóvil es el centro de rotación de la trayectoria circular de los astros. Las estrellas inmutables ocupan la esfera exterior del sistema (son las más alejadas de la corrupción terrestre). Ese universo es finito. Más allá de las estrellas no hay nada. Pero más acá hay todo, es decir el universo es pleno, no existe el vacío. El mundo sublunar está “lleno” con los cuatro elementos y el mundo celeste, con el éter. Sabido es el “horror al vacío” de los aristotélicos
El topos uranos platónico fue “bajado” a este mundo por Aristóteles. Porque el concepto, para el peripatético, se encuentra en los entes, no en un mundo de ideas trascendentes como las platónicas. No obstante, Aristóteles algo dejó en el cielo de su maestro, ya que los cuerpos celestes son siempre iguales a sí mismos, no cambian, no mueren, son eternos, en fin, son las ideas platónicas travestidas en planetas y estrellas. Aristóteles jerarquizó los entes sublunares, les dio la posibilidad de ser reales (no mera apariencia como en Platón). He aquí una de las condiciones de posibilidad de la investigación empírica, que ya se inicia con el estagirita y que en la época moderna se convertirá en experimento. Sólo los cuerpos celestes gozan la dicha del más perfecto de los movimiento, el circular, el que no empieza ni termina en ninguna parte, como el poder de los gobernantes absolutos o de un Dios imperecedero.
No obstante tampoco los seres celestes son perfectos [xi]. Sólo el motor inmóvil lo es. Mueve sin ser movido. Atrae hacia sí a toda la naturaleza. Es acto puro, sin materia. Es objeto de amor, nos seduce, mejor dicho, seduce indiscriminadamente a todo lo existente. Pues como todo aspira a la perfección y la perfección está en ese Dios, es por amor a él que se desarrolla desde la más tímida hierba hasta el magnánimo león, desde el más humilde de los hombres hasta el más sabio de los filósofo, es decir, el que piensa, el que usa la razón que, para Aristóteles, es la más preciada de las facultades humanas.
Es tan fuerte la influencia del racionalismo en nuestra episteme que aunque actualmente consideramos que la razón es una construcción histórica, de tanto ser exaltada y alabada, casi  nos olvidamos que se gestó desde los discursos y las prácticas sociales (Vernant, 1984). Algunos no dudan en afirmar que la razón es la esencia humana.
A la noción aristotélica organicista y teleológica de la naturaleza, le corresponde una noción ética del mismo sentido. Todo lo que hace el hombre en el plano moral lo hace porque lo considera un bien. Existe la posibilidad de equivocarse y hacer el mal. No obstante, para Aristóteles, no elegimos el mal por el mal mismo, sino porque creemos erróneamente que estamos eligiendo lo mejor, es decir , el bien. Existen distintos tipos de bienes: los que son medios para otros fines y los fines últimos. La búsqueda no es infinita. Se detiene en el bien que le da sentido a todos los demás bienes. Se trata de la felicidad, de aquello que elegimos siempre por sí mismo y nunca por otra cosa. La mayor felicidad es la que está referida a lo racional, la que tiene que ver con el pensamiento. Como el motor inmóvil es pensamiento puro, el acto más perfectamente moral, aquel que nos daría la más absoluta felicidad sería el que se acercara más a lo absolutamente racional. Todas las conductas morales tienden pues hacia la perfección del fin último. La concepción ética aristotélica se corresponde así con su comprensión científica del universo.
Varios son los motivos del éxito del sistema aristotélico. Pero la prueba de que su “verdad” no triunfa por sí misma es que después de su éxito inicial no solo fue olvidado por varios siglos en Occidente, sino que Tomás de Aquino (siglo XIII) estuvo a punto de ser excomulgado por exhumar las enseñanzas de Aristóteles (Chesterton, 1986). Por otra parte, la aceptación en su mismo momento histórico, es decir en vida del filósofo, no debe de ser ajena a su cercanía a los dispositivos más densos del poder. Fue maestro de Alejandro Magno. Además tanto su aceptación primera como su regreso triunfal a la episteme occidental medieval tardía corresponden a épocas en que lo político, lo religioso y lo social se concebía dirigido por un poder central hegemónico, llámese emperador, Dios, señor feudal, abad o padre de familia.
En cuanto a la hegemonía del machismo, para el cual también la filosofía aristotélica (y no menos la tomista) es muy fecunda, no merece la pena mencionarla. Pues casi toda la ciencia y la filosofía occidental, con muy pocas excepciones, están teñida con este rasgo hasta el siglo XX , en el que se levantaron  algunas voces de hombres y mujeres que comenzaron a marcar el sexismo machista de estas disciplinas (Thuillier,1985)[xii].

2.2LOS SIGLOS MEDIOS Y EL ANTROPOCENTRISMO
Durante el medioevo sigue vigente la noción de finalismo. Pero la tendencia será hacia un Dios increado y creador que rige los destinos del universo y pretende ser atractor de las conductas morales de los mortales. De todos modos resulta difícil, si no imposible, buscar denominadores comunes entre las distintas tradiciones científico-culturales de un período tan extenso de la historia de Occidente. A pesar de ello, se puede decir que en la Baja Edad Media se perfila una corriente de opinión que tiende a imponer las ideas del exhumado Almagesto de Ptolomeo, es decir, la concepción geocéntrica del universo. En ella la Tierra soberana es circundada por el Sol, la Luna y los planetas. Mil estrellas le sirven de corona.
Esta teoría adolecía de grandes complicaciones, pero ofrecía algunas ventajas, por ejemplo, “salvaba las apariencias” y era campo propicio para la convergencia de la astronomía y la astrología. Tal convergencia no era poca cosa en una época en la que se creía en la influencia de los astros sobre los destinos humanos.
Para quienes regían los destinos de los hombres, para quienes manejaban las redes del poder, era importante conocer los designios celestes. Se profesaba tal fe en la escritura de los cielos que si las predicciones astrológicas fallaban, se consideraba que había una deficiencia en los cálculos. Resultaba impensable la falta de coincidencia entre los movimientos estelares y los destinos humanos. Unos siglos más tarde, en la modernidad, los científicos fieles a un paradigma discurrirán de manera similar. Si una serie de acontecimiento refutan (falsan), de hecho, un paradigma conceptual científico fuertemente aceptado, será porque  algo falla en las condiciones iniciales, en la medición o en el desarrollo de las técnicas contrastadoras. No se acepta fácilmente la falta de coincidencia entre los datos de la experiencia y las hipótesis que intentan explicarlo o pretenden conocerlo (Lakatos, 1983). No es tan fácil como asegura alegremente Popper (1982) aceptar la refutación y aprender del fracaso (aunque sea deseable).
El modelo ptolomeico ofrecía la posibilidad de leer el movimiento de los astros y, al mismo tiempo, interpretar los signos del destino. Además, en una cultura como la medieval, que consideraba que la semejanza era el modo válido de acceso al conocimiento (Foucault, 1976), se establecían analogías entre el mundo material y el espiritual. Mientras que en la Antigüedad, la concepción aristotélica quería que la perfección fuera el incentivo para el movimiento natural y para la acción moral, en el medioevo, una visión centralista querrá que el universo y Dios estén al servicio del hombre. Se buscan entonces semejanzas y diferencias entre la divinidad y el resto de la creación, así como entre los distintos seres de la creación misma. Los hombres pueden dedicarse tranquilos a tales entretenimientos cognitivos porque, en última instancia, la divinidad se hace cargo de los yerros humanos.
La historia de Occidente nunca había asistido a este cambio de roles: un Dios humillándose para responder –ante sí mismo- de la transgresión de sus criaturas. Por otra parte, el padre celestial le permite al hombre leer en los astros sus designios. Este estado de cosas se corresponde con la teoría geocéntrica del universo. Las determinaciones divinas están grabadas en las Sagradas Escrituras y en la naturaleza. El hombre medieval es un gran hermeneuta, Dios escribió para él. Se trata de descifrar los signos con los que el creador escribió con un lenguaje en la Biblia y con otro en la naturaleza. Cuando históricamente el poder está de parte de la Iglesia, lo importante es saber interpretar las Escrituras, en cambio cuando el poder comience a cambiar de mano y se vaya pasando del lado de la ciencia  como institución, lo importante va a ser saber leer el lenguaje con el que Dios escribió en la naturaleza, es decir, los números.
Considero que la Edad Media fue una época centrista en lo científico, por su visión del universo y antropocéntrica en la autovaloración humana. El hombre vivía en el centro de una especie de útero cósmico. Estaba rodeado por los astros. Estos le marcaban sus destinos. Es decir, se tomaban el trabajo de hacer coincidir sus trayectorias con la suerte de estas pequeñas cosas (comparada con el volumen de ellos) que somos las criaturas humanas. Además, cuando ese hombre -culpable desde el nacimiento- muriese, sería recibido por el padre celestial. Habría que acordar que es  lo menos que podía hacer una divinidad tan cruel que decretaba culpable a un niñito por el solo hecho de haber nacido.
El modelo centrista alcanza su máxima expresión estética en la Divina Comedia, en la que la Tierra, sede de los mortales, está rodeada por nueve esferas astrales y coronada por el paraíso celestial. El cielo protector abraza al hombre desde el éter. Dios y el Sol los ilumina cada día. A partir de este imaginario y, sin negar la multiplicidad de los distintos modos de conocimiento medievales, se podría afirmar que los problemas de relación entre el hombre y Dios se dirimen a favor del hombre. Dios hace todo por el hombre y para el hombre, hasta ubicó la Tierra (sede de su mimada criatura)  en el centro del universo. Esta idea de centralidad se registra en la ciencia, en lo ético-religioso y en lo político.
 El señor feudal “protegía” a su siervo. Este retribuía con su trabajo, con su cuerpo, con su familia y a veces con su vida El señor  desarrollaba sus estrategias tratando de que el siervo se dijera  a sí mismo: ¿qué menos puedo hacer por un señor que arriesga la vida para protegerme, casi de la misma manera en la que Dios dio su vida por salvarme? Y si el vasallo no se lo decía, el amo se ocupaba de imponérselo.

3. EL PROYECTO MODERNO
Galileo exhuma una antigua creencia de los pitagóricos, quienes consideraban que la estructura de la realidad era matemática. También para Galileo, el lenguaje de la naturaleza está escrito en caracteres matemáticos. He aquí el origen de la rigidez e idealidad de las leyes naturales modernas. Una red estructural subyacente sostiene una realidad fenoménica que puede ser ilusoria. Las leyes, las relaciones invariables entre fenómenos, son más fiables que los fenómenos que ellas relacionan. Eistein dirá que la percepción cotidiana de la irreversibilidad del tiempo es sólo una ilusión, porque si la ciencia formaliza el transcurrir del tiempo de manera reversible, el tiempo es reversible.
Esta convicción había formado parte del principio generador de la física matemática newtoniana, persistirá en la teoría de la relatividad y pretenderá defenderse aún en los primeros tiempo de la física cuántica. Algunos científicos de la “ciencia normal newtoniana” (en sentido kuhniano) todavía se pliegan a la concepción de que el tiempo es reversible.
La mecánica de las trayectorias concebía fenómenos ideales: péndulos, inercia, movimiento perenne, reversibilidad. Esta ciencia, tal como lo señala Heidegger (1960), se originó a espalda de los hechos: primero la ley, luego el experimento. Gracias a la legalidad, los hechos adquieren claridad. Las leyes se han elaborado a partir de la naturaleza. Pero al haberles dado la exactitud del cálculo se constituye una representación anticipadora que ha de ser “llenada” con la confrontación empírica. He aquí el experimento, que comienza poniendo una ley por fundamento del conocimiento. A partir del siglo XVII ganan las fuerzas legales: todo lo que se produce es deducible de la definición instantánea de sus masas. Laplace imagina un genio que, conociendo la posición y el momento de cada uno de los puntos del universo en un instante determinado, podría retrodecir todo el pasado y predecir el futuro. El edificio científico de la modernidad se construye sobre leyes conservativas, reversibles y deterministas.
Desde la filosofía, Kant le otorga el máximo status a esta concepción intentado apuntalarla con el rigor de su pensamiento. Por un lado, marca la necesidad y la universalidad de las leyes naturales, leyes soberanas y absolutas que sustentan fenómenos particulares y contingentes. Y por otro, estipula que el tiempo no es una cosa en sí, sino una forma pura del entendimiento. Esta segunda característica parece negar la tesis aquí defendida, puesto que en este punto Kant sostiene una postura aparentemente contraria a la de Newton que consideraba el tiempo como una realidad subsistente. En la concepción newtoniana, tiempo y espacio componen una especie de continente en el que acaecen los fenómenos. Sin embargo, Kant contradice una teorización más bien simple del tiempo –como la de Newton- para fundamentar mejor la estructura profunda de todo el pensamiento científico moderno. En Newton, el tiempo es una variable reversible y no determina ineluctablemente a los procesos. Resulta mucho más coherente entonces que el tiempo no sea algo en sí mismo, sino una forma pura del entendimiento (esto se condice mejor teóricamente con la hipótesis de Newton) Me atrevería a decir que –al menos en este aspecto- Kant “mejora” la hipótesis newtoniana acerca de la naturaleza del tiempo.
A la visión moderna científico filosófica acerca de la naturaleza, le corresponde una concepción análoga en el terreno ético. Así como en la ciencia se trata de fundamentar racionalmente el conocimiento, en la ética se buscará fundamentar racionalmente la moral. En la Crítica de la razón pura, Kant había establecido que el sujeto es una constitución apriorística en el que se dan las condiciones de posibilidad del conocimiento. De manera similar, en la reflexión moral estipula que si los principios éticos aspiran a tener necesidad y validez han de ser independientes de la experiencia, es decir, a priori. Dichos principios deben ser racionales, ya que su cumplimiento depende de la voluntad y ésta es una facultad de la razón. La determinación de la voluntad no se hace según la materia, sino según la forma (el deber), así como la determinación científica del mundo no se produce a partir de  los fenómenos, sino según las relaciones invariantes entre ellos (las leyes). En ambos casos la consistencia se logra a partir de la posibilidad de formalizar universalmente. En el dominio de la naturaleza todo está condicionado según leyes causales. El dominio de la moral, en cambio, se rige por la libertad. Pero sus leyes también son universales. Así como en la naturaleza las leyes se cumplen con el acontecer de los fenómenos, en la moral, las leyes se cumplen cuando las conductas responden al deber.
Esta visión científico ética encuentra su correspondencia en el imaginario social de la modernidad. Pues la burguesía ascendiente estaba imponiendo un orden absoluto al que todo integrante de la población debía someterse. El que no lo hacía era encerrado (Foucault, 1976). La razón moderna se constituye excluyendo. Para ello se vale no solo de las leyes científicas, a nivel del conocimiento, sino también de las leyes morales, a nivel de la ética y de las leyes del buen orden burgués, a nivel de los dispositivos de poder.

4. UN PERSPECTIVA PARA PENSAR LA POSCIENCIA 
¿Estamos asistiendo a un cambio de paradigma a nivel del conocimiento y de las prácticas científicas? En tal caso, ¿existe  aún la ciencia, en sentido moderno, o entramos en la era de la posciencia, en sentido posmoderno?
En el siglo XVI, los primeros estudiosos que se atrevieron a desafiar los dogmas establecidos por la entonces reinante física aristotélica-medieval, fueron revolucionarios. Hombres como Kepler, Copérnico, Bruno y Galileo, entre otros, estremecieron un saber  milenariamente aceptado. Y lo hicieron desde  prácticas y discursos marginales, respecto de las verdades oficiales. Lograron así un nuevo dominio de saber: el físico-matemático. Pero, tan pronto como  la ciencia newtoniana se convirtió en el conocimiento oficialmente reconocido, asumió el poder y se convirtió en ideología (en el sentido de discurso hegemónico). Comenzó a imponerse como el modelo que debía seguir cualquier disciplina que aspirara al reconocimiento social, en tanto conocimiento sólido.
Las leyes científicas inmutables y universales pretendían encerrar lo caótico dentro de los límites de una objetividad intemporal. Sin embargo, en el siglo XX la ciencia ha debido aceptar la  inestabilidad, el azar, la indeterminación, los procesos irreversibles, la expansión del universo, la discontinuidad, la evolución de las especies, las catástrofes, el caos, así como el estudio riguroso de los sistemas simbólicos, del inconsciente y de los intercambios humanos.
Pero la conmoción venía de lejos. En 1811 Jean-Joseph Fourier enunció la ley de la conservación del calor (primer principio de la termodinámica). Por fin, un proceso irreversible había logrado su formulación matemática. Hasta ese momento la materia se comprendía siguiendo los principios newtonianos. El edificio científico de la modernidad se había construido sobre leyes conservativas, reversibles y deterministas; en las que se pretendía que el tiempo no afectaba  las trayectorias de los cuerpos. Por lo tanto, en esa dinámica , el pasado y el futuro estaban contenidos en el hoy. Actualmente las trayectorias reversibles constituyen una referencia conceptual y técnica en el quehacer científico, pero ya no se consideran absolutas.
Por su parte, el segundo principio de la termodinámica estipula que la energía –si bien se mantiene constante- está afectada de entropía, tiende a la degradación, a la incomunicación, al desorden. En nuestro siglo, los procesos irreversibles, que con anterioridad a la termodinámica eran considerados excepciones ligadas a nuestra ignorancia, son retomados, entre otros, por Ilia Prigogine, quien ganó el Premio Nobel de Química 1977 por sus investigaciones sobreestructuras disipativas. Se trata de un modelo de análisis que puede ser aplicado a distintas disciplinas (física, química, biología, ciencias sociales) y representa una perspectiva científica optimista. Pues en una  situación caótica, la conducta imprevisible de un elemento del sistema en crisis puede orientar una evolución hacia la comunicación y el establecimiento de un nuevo  orden. La degradación no necesariamente conduce al exterminio.
Además, Prigogine destaca la artificialidad de los pretendidos procesos reversibles. Pues en los acontecimientos naturales el tiempo corre en una sola dimensión. Podemos recordar el pasado pero no podemos “recordar” el futuro. He aquí la flecha del tiempo[xiii]. Estamos en el tiempo, estamos por lo tanto en los mismos procesos que estudiamos. Se diluye así la imagen de un investigador no comprometido con el mundo que estudia. El científico, a partir de su nueva ubicación en el cosmos, deberá declinar el moderno dominio de la naturaleza e intentará, más bien, dialogar con ella.
Ya Einstein había socavado al observador absoluto imaginado por Newton. La determinación de la velocidad de la luz como constante universal indica que no es posible transmitir señales a una velocidad mayor que la de la luz en el vacío. Se establece así que la simultaneidad absoluta de dos sucesos distantes no puede ser definida, a no ser desde un determinado sistema de referencia. La relatividad modifica las ideas modernas de objetividad y universalidad, sin embargo insiste aún en perseguir una descripción completa de la naturaleza . La mecánica cuántica, en cambio, no sólo dejará de lado esa pretensión, sino que alterará aún más la idea de determinación y de objetividad atemporales.
Por su parte, la biología evolucionista también le fue poniendo historia a las  leyes  de las ciencias naturales. Las especies no obedecen a leyes inmutables, sino que interactúan con el medio y, en función de ello, instauran sus regularidades. Tiene historia así mismo el ADN, una historia microfísica del individuo al que pertenece, una especie de parodia posmoderna  del mito de Narciso, en la que todo mi ser está representado en una molécula. Hasta la  astrofísica teje historias siderales, pues su objeto de estudio es un universo en expansión.
Los movimientos y los cambios de fin de siglo alcanzaron incluso a las ciencias formales. La lógica bivalente (verdadero-falso), que desde Aristóteles se ufanaba de ser única en lo suyo, estalló en una pluralidad de lógicas divergentes. La matemática, por su parte, se manifestó como un sistema incompleto. Kurt Gödel, en 1931, mostró que todo sistema logístico razonablemente rico,  contiene por lo menos un enunciado o teorema que no es decidible en el sistema mismo. Esta revelación  lejos de detener los estudios en ciencias formales, les inyectó energía. Se estaba entonces en los prolegómenos de la informática.
La emergencia de las primeras computadoras digitales electrónicas ocurrió en plena Segunda Guerra Mundial. El primer prototipo (el ENIAC) se utilizó fundamentalmente para el cálculo de proyectiles y para el proyecto que culminó con la fabricación de la bomba atómica. Ese fue el momento crucial en el que la tecnología dejó de ser secundaria en la ciencia y paso a ocupar el lugar prioritario que hoy conserva. La tecnología marca hoy los derroteros de la ciencia. Marca asimismo un cambio de rumbo respecto de los cánones impuestos por la ciencia moderna. No sólo porque la tecnología digital con su enorme potencialidad atraviesa absolutamente  todas las disciplinas científicas, sino también porque la informática surgió directamente como tecnología.
Es indudable que la fisión del átomo y la informática han sido las dos invenciones que –a partir de la mitad del siglo XX- cambiaron la historia de la humanidad. Pero este mismo siglo no se agotó antes de dar al mundo otra inquietante criatura tecnocientífica: la biotecnología. La fisión del átomo, la informática y la biotecnología se interrelacionan de modo interesante y establecen  alianzas. Ni la partición del átomo ni la biotecnología podrían haber llegado a tener el desarrollo y la potencia que alcanzaron sin la informática. Y las tres, es decir, reacción en cadena atómica, ingeniería genética e informática se caracterizan, entre otras cosas, por la capacidad de reproducirse al infinito. No es casual que esto sea posible en una época en que otro tanto ocurre con la economía y con el sistema político hegemónico: el neoliberalismo.
La economía, gracias a la aplicación de la racionalidad científica, se expande de manera totalizante a todas y cada una de las regiones del planeta. Fukuyama  (1989) diría que lo importante es que cada vez hay más riqueza. Yo le agregaría que  lo alarmante es que cada vez está en menos manos.  En la economía ocurre como en la tecnociencia y como en la ética. En la primera, se reproducen las ganancias, en la segunda se reproducen las moléculas (atómicas y biológicas) y en la tercera se reproducen los códigos morales. El mundo globalizado es un mundo que esculpe o “lima” sus valores éticos al ritmo de los medios masivos de comunicación. Un mundo conectado por haces de luz –la información digital es sólo luz-. Un mundo cuyos dispositivos de poder son tan inasibles como las letras de la pantalla y cuyas estrategias de poder forman retículas que se expanden  atravesando instituciones, países, edificios, domicilios particulares y cuerpos. Casi como un reacción atómica en cadena, casi como una replicación al infinito de clones, casi como  la saturación informática que envuelve al planeta.
 Aunque si se mira la historia en perspectiva no está ocurriendo, a nivel social algo muy diferente de lo ocurrido en otras épocas, si bien el cambio –ahora- reside, en que la fuerte potencialidad de las tecnologías de punta le otorga a las injusticias sociales una magnitud, que sino es mayor, al menos es diferente[xiv]. Incluso la discriminación es diferente.

Las sociedades se han dividido siempre entre los que tienen y los que no, los poderosos y los que carecen de poder, la elite y las masas. A lo largo de la historia se ha segregado a las personas por su casta y su clase, con una miríada de justificaciones de las injusticias que unos pocos han impuesto a la mayoría. La raza, la religión y la nacionalidad son métodos usadísimos de categorización y de escoger a quien perseguir. Ahora, con la aparición del chequeo genético y de la ingeniería genética, la sociedad contempla la posibilidad de una nueva y más grave forma desegregación: la que se basa en el genotipo. (Rifkin,1998).

Los defensores de que la investigación básica no debe asumir responsabilidad ética o que no tiene relación con el poder se quedan sin argumentos ante la biología molecular. Sólo pueden decir un tímido “Y bueno, también se pueden utilizar para usos positivos”. Pero ya sería hora de preguntarse si esos usos ameritan que se haga investigación con genes que –ingenuo sería negarlo- indefectiblemente desembocan en una nueva eugenesia. Con el agravante de que, como todas las eugenesias que ha conocido la historia, se produce para beneficio exclusivo de quienes tienen más poder, lo que actualmente se traduce como “quienes manejan el mercado”.
Por otra parte, sin tecnología de base no se produce investigación científica ni se pueden poner a prueba las hipótesis. Pero la tecnología requiere fuertes inversiones económicas. Obviamente, esas inversiones se recuperan con creces cuando quienes invierten en investigación  logran que sus aplicaciones tecnológicas se coloquen en el mercado. La ingeniería genética, el desarrollo bélico y la tecnología consumista son quienes obtienen más y mejores subsidios. Este es sin lugar a dudas, uno de los motivos por el  que ciertas disciplinas científicas son reiteradamente relegadas. Me refiero a  las ciencias sociales, las que no solo son menos rentables –si se las compara con las ciencias naturales- sino también más “molestas”; porque se trata de disciplinas que pueden poner en tela de juicio nuestros mitos, es decir, aquellos mitos sobre los que se apoya y hace agua el mundo hiperdesarrollado.
Esther Díaz 

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