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 ENTRE EL ORDEN Y EL CAOS
Esther Díaz
Esther Díaz

La ciencia tradicional no puede evitar experimentar una profunda atracción hacia el caos que combate y daría toda la unidad racional a la que aspira a cambio de un trocito de caos que pudiera explorar.
Gilles Deleuze y Félix Guattari, ¿Qué es la filosofía?

Exigimos orden aún a costa de contrariar las certezas empíricas. Anhelamos orden incluso rechazando las evidencias cotidianas: seres vivos deteriorándose, mares enfurecidos, astros expandiéndose, objetos degradándose. Se pretende incluso que “orden” es sinónimo de progreso y que la naturaleza se rige únicamente al ritmo pautado por las leyes del orden. No obstante, el concepto de orden suele darse por supuesto, como si no exigiera ser definido, conceptualizado, explicado. Cabría entonces preguntarse ¿qué es el orden?
De antiguo el orden se concibió como contrapuesto al caos. Esto implica establecer que lo ordenado está sometido a reglas, medidas y razón. Parecería que el orden se produjera de manera necesaria, forzosa, irreversible, que la naturaleza lo reclamara. Se olvida, por cierto, que el orden es un reclamo teórico, humano, político y social, más que una realidad irrefutable en sí misma.
El pensamiento filosófico occidental se preocupó por establecer que el caos -lo incontrolable, lo rebelde a las normas, lo opuesto a la ley- finalmente devino orden. Y si bien en el principio fue el caos, finalmente el universo se sometió a leyes racionales y se domesticó. La gran ventaja de forzar el inestable estado de las cosas y someterlo a supuestas regularidades inalterables es que la naturaleza se torne comprensible, mensurable, previsible. El orden, tal como se ha establecido desde los dispositivos cognoscitivos, confesionales y políticos es condición de inteligibilidad de lo existente, a condición de que se someta a normas. Es como si para cubrirnos del caos utilizáramos un paraguas, en cuyo interior dibujáramos un ordenado cielo estrellado gobernado por leyes previsibles.
Esta primigenia noción acerca del mundo físico es una proyección del pensamiento que establece que una comunidad es justa únicamente si está sometida a leyes. La noción de orden cosmológico deriva de la idea de orden social. Los físicos y los teóricos de la ciencia que subscriben a la idea de una legalidad  universal indiscutible olvidan, o ignoran, que la terminología utilizada para su comprensión de la naturaleza es de raigambre jurídica. Actualmente, la noción de ley es utilizada interdisciplinariamente. Pero su origen político-social es tan ignorado, en general, que se levantan voces escandalizadas contra los humanistas que osan utilizar términos de las ciencias duras para analizar  fenómenos sociales.
El presente libro, entre su rica variedad de matices, da cuenta de algunos representantes de esas posturas teóricas “a lo Sokal”. Posturas que no reparan, obviamente, en que la idea de orden está precedida por la de subordinación humana e implica jerarquía gubernamental. Es decir, no advierten que las ciencias naturales también “toman” conceptos básicos de otras ramas del conocimiento, en el caso que aquí nos ocupa, de las teorías humanistas y artísticas, tales como ley, regla, orden, racionalidad, elegancia (de las hipótesis) y así sucesivamente.
Cuando se establecen compartimentos estancos entre diferentes formas de conocimiento, se elude el aspecto político que atraviesa a todas las ciencias, también a las exactas y naturales. Ni las ciencias formales están por encima de las personas concretas, de sus tabúes, ensoñaciones e imaginarios sociales (existen minuciosos estudios científico-históricos que dan cuenta de ello). Pues quienes detentan poder necesitan fortalecerlo imponiendo sistemas ordenados indiscutibles, absolutos, universales; y se benefician con teorías filosóficas o científicas que, frecuentemente sin proponérselo, fortalecen el imperio de un pensamiento único, que sirve de base para discriminar al diferente.
Los servidores de los poderosos -si son teóricos- inventan conceptos para codificar el ejercicio del poder. He ahí el origen histórico de la noción de ‘ley’ y de ‘orden’. Lo ordenado se jerarquiza según cierto principio. Esta es la argamasa que el pensamiento antiguo elaboró para brindar tecnologías de poder a los dominadores. Este es el modelo que se extrapoló a la comprensión  filosófico-científica de la naturaleza. En consecuencia, la concepción de la legalidad de la naturaleza se funda en el pretendido derecho de las minorías gobernantes para imponerse a las mayorías gobernadas.
Una breve síntesis histórica que se remontara a las nociones originarias de caos y de orden nos enfrentaría a Anaximandro, quien concibe el devenir como un proceso ordenado que se sucede temporalmente y del que se puede dar cuenta en tanto es pensado racionalmente. Aquí está el orden. También nos pondría ante Leucipo y Demócrito (que llegan a nosotros a través de los magníficos versos latinos de Lucrecio) quienes, por el contrario, sostienen que el orden del cosmos se puede explicar por una conjunción de átomos surgida de una colisión aleatoria. Aquí está el caos.
La postura de Anaximandro es una de las condiciones de posibilidad de teorías que sirven de sustento a los poderosos, ya sea porque dominan la sociedad, o la naturaleza, o  ambas. Los atomistas, en cambio, no ofrecen sus fundamentos teóricos a los poderes hegemónicos y, si bien no niegan el orden, privilegian lo imprevisible y azaroso. No es casual que durante épocas de poderes unipersonales y absolutos, tras la desaparición de las antiguas democracias, el conocimiento oficial desconoció a los pensadores atomistas. Defender el poder de los individuos (átomos) y la potencialidad creadora o destructiva de las crisis (caos) no es funcional para las hegemonías científicas o políticas.
Platón, que a pesar de vivir en democracia propone un gobierno de aristócratas, entiende el orden como una adecuación de la realidad sensible a las ideas inmutables. Establece, de este modo, una relación entre sensible-inteligible como subordinación de lo primero a lo segundo. Aquí la supremacía de un pensamiento único, verdadero y universal en detrimento de las precariedades del mundo sensible cobra una importancia históricamente persistente.
Aristóteles, maestro de Alejandro Magno -impecable modelo de poder hegemónico- considera que la teoría de los cuatro elementos no es adecuada para explicar el orden del mundo (cuatro implica demasiados “principios”). Y, como tampoco se permite explicarlo por la incidencia de un devenir azaroso, postula la existencia de un intelecto superior. Único ser capaz de regir el universo armónico. Con este pensador se fortalece la justificación del orden sobre el caos, de la necesidad racional de lo universal sobre la libertad imprevisible de los particulares. Sin olvidar que en su sistema, el devenir se entiende como una sucesión coherente regida por una ley que fortalece la noción de causa. Noción que retomarán los cristianos para fundamentar el poder de una divinidad omnisciente y los científicos modernos para exaltar la excelencia de la ciencia físico-matemática.
Durante el medioevo se sigue fortaleciendo la noción de orden como subordinación de lo inferior a lo superior. Aunque lo opuesto al orden no es ya el caos, sino el des-orden, producido por quienes no cumplen la norma universal, en lo social y en lo natural. Para el pensamiento medieval hasta una entidad aislada (rebelde) puede ser ordenada si se aviene a los designios del poder superior.
Es evidente que la tendencia de proyectar lo social sobre lo natural sigue firme. Esta idea se retoma en la modernidad. En ella, el orden se concibe  como relación entre realidades, pero no se abandona el supuesto de preeminencia de lo abstracto sobre lo concreto, de lo formal sobre lo interpretable, de la exactitud sobre lo indeterminado, de las leyes sobre los fenómenos, del orden sobre lo caos. En las postrimerías de la modernidad, es decir desde los últimos decenios decimonónicos, el orden tiende a entenderse como entropía negativa.
En este punto se articula y expande la problemática tratada en el texto de Eduardo Alejandro Ibáñez, en el que se estimula una redefinición del papel de la epistemología. Esta disciplina moderna obediente a los mandatos de la tradición que, desde principios del siglo XX -en su versión neopositivista- se posiciona denominando ‘leyes científicas universales’ a lo que antaño se denominaba ‘idea’ o ‘divinidad’, y apela a lo formalizable, reversible y determinable de manera absoluta, en menosprecio de lo cualitativo, irreversible y determinable de manera acotada.
Reflexiones como las desarrolladas en el ABC de la teoría del caos representan un aporte a la ampliación (o superación) de la epistemología tradicional. Enriquecen también la comprensión de teorías científicas de última generación, y aportan ideas para la humanización de las ciencias naturales, así como para la implementación de la interdisciplinariedad como alternativa cognoscitiva y práctica social liberadora.
A través de sus páginas, el autor ilumina conceptos que parecían replegados al hermetismo de los gabinetes científicos  estimulando un pensamiento de la diferencia. Se pliega a la posibilidad de repensar el orden. No para negarlo, ya que es indispensable para el desarrollo del conocimiento y de la vida misma, sino para visualizarlo interactuando con el azar que acecha en cualquier proceso cognoscitivo y vital. Tal circunstancia podría tornar improbable el anhelo de conocimientos universales. Aunque se impone aclarar que asumo esta interpretación y reconozco que no se pliega totalmente a la brindada por Ibáñez. Quien procura, más bien, instalarse en la búsqueda de mayores precisiones para posibilitar que la teoría del caos acceda a la legalidad científica por la segura puerta de la universalidad. Y, desde esa perspectiva, aspira a que el caos determinista amplíe sus predicciones proyectándose más allá de las acotadas posibilidades actuales.
Sin embargo, la actitud que acompaña el despliegue del pensamiento del autor tiene la apertura suficiente como para servir de rampa de lanzamiento no solo a interpretaciones coincidentes con las suyas, sino también a otras que no concuerden. De hecho, explica con ecuanimidad y solvencia tanto las posiciones teóricas con las que simpatiza, como aquellas con las que es evidente que no comulga.
Una interpretación posible es que quizás ha llegado el momento de desprenderse de pretensiones de orden absoluto, que en última instancia no deja de ser una especie de seguridad fingida. Tal vez sea hora ya de despenalizar al caos, en la medida en que las crisis suelen ser  quienes posibilitan los cambios. Se trataría entonces de aceptar que la complejidad avanza sobre la simplicidad (sin perder de vista la diferencia entre caos y complejidad señalada en el texto). Y quedaría como tema a debatir si la simplicidad no es una utopía en pos de una abstracción ideal, que desestimaría -de algún modo- la multiplicidad concreta  de lo real.
Hoy sabemos que la ciencia, aunque benefactora, es también malhechora; que las teorías (de cualquier orden) triunfan en tanto se sostengan en basamentos de poder; y que las hegemonías nunca son inocentes. En consecuencia considero que antes que pretender encontrar leyes universales –por ejemplo, para el caos o para la flecha del tiempo- resultaría más comprometido, tanto desde le punto de vista cognoscitivo como social, aceptar que la ciencia (o cualquier otra empresa humana) sólo capta aspectos, escorzos, retazos de realidad. La universalidad es solo una palabra o un sistema de signos. ¿Quién puede constatarla?, ¿quién puede demostrarla? Se podría contestar “la matemática”. Y se podría acordar. Pero no se debería omitir que la formalización es simplemente una perspectiva posible para estudiar o dimensionar porciones del universo, y de ninguna manera se obtiene de ella -o de ningún otro sistema de signos- el verdadero conocimiento de las cosas.
La matemática, el lenguaje articulado en general y el conocimiento científico en particular emiten metáforas sobre la realidad. Metáforas a las que llamamos ‘conocimiento’ porque ya no recordamos la arbitraria operación creativa a la que se acudió para construirlas. Metáforas parciales,  poéticas, “neutras”, formales, unas más logradas que otras y todas más, o menos, eficaces. Pues, ¿qué es el conocimiento sino un conjunto de metáforas útiles (y aceptadas comunitariamente) que expresamos respecto de las cosas? La aspiración a lo universal es un resabio teológico-metafísico capturado por la ciencia moderna. Utilizar esa aspiración como herramienta inmanente es funcional al saber. En cambio, tratar de imponerla como realidad trascendente puede llegar a ser funcional al poder.

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