miércoles, 21 de abril de 2010

GILLES DELEUZE: POSCAPITALISMO Y DESEO[i] Esther Díaz

Gilles Deleuze

Edipo es una idea del paranoico adulto, antes de ser un sentimiento infantil neurótico. Layo se “persigue” frente a su bebé. Teme ser desplazado por él. Se desprende entonces del niño, lo abandona. Luego, cuando las fantasías paternas se concretan, el culpable es el hijo. No se repara en que esas fantasías fueron generadas por la rivalidad del padre, primero, y por la complacencia posesiva de la madre, luego. Esta es una de las conclusiones a la que llegan Deleuze y Guattari a partir de sus reflexiones sobre el deseo y el capitalismo tardío[ii].

En la relación entre padres e hijos, parecería que la determinación del sentido de esa relación proviniera de los padres. Sin embargo, para el psicoanálisis, lo determinante es el hijo. Aunque esto lleva en sí la paradoja de que siempre se es hijo con respecto a un padre y a una madre; los cuales, si están enfermos, es de su propia infancia. Es decir, de su condición de hijos. El hijo quiere eliminar al padre y ocupar su puesto en la cama matrimonial. A partir de ese axioma inicial, el psicoanálisis ha quedado prisionero de un familiarismo impenitente, en la que el deseo se genera en una instancia parental denominada por Freud complejo de Edipo.

Sería, entonces, el padre paranoico quien edipizaría al hijo proyectándole su culpabilidad y no (como pretende el psicoanálisis) el hijo neurótico quien desencadenaría los conflictos. Cuando el hijo llega al mundo, se encuentra con un campo social que define sus estados y sus deseos como sujeto. Ese campo está constituido, entre otras cosas, por las prácticas, lo discursos, la economía, en fin, por las formas de vida y las fantasías de los adultos. Además si esto es así, el padre mismo forma parte de una sociedad que lo condiciona. No habría, pues, como pretende el psicoanálisis, una primacía de las relaciones parentales en la conformación de los sujetos. Estas relaciones se inscriben en una sociedad que las determinan.

Lo social incide sobre lo familiar y lo individual, y no a la inversa. Por el contrario, el psicoanálisis establece que el principio de la comunicación entre inconscientes se instituye en la primigenia relación con la figura materna y paterna, olvidando que esos padres, a su vez, surgieron de ciertas prácticas sociales desde las que se definen a sí mismos. En conclusión, para los autores de El Anti-Edipo, la familia nunca es determinante, sino determinada.

1. La producción social del deseo

El deseo es entonces una producción social. La producción deseante se organiza mediante un juego de represiones y permisiones. Tal juego carga energía libidinal en la sociedad. La carga de deseo es “molar” en las grandes formaciones sociales y “molecular” en lo microfísico inconsciente. Lo molar es deseo consciente, representación de objetos de deseo, y se origina a partir de los flujos inconscientes del deseo o cuerpo sin órganos.

El cuerpo sin órganos es el inconsciente en su plenitud, esto es, el inconsciente de los individuos, de las sociedades y de la historia. Se trata del deseo en estado puro, que aún no ha sido codificado, que carece de representación o de “objeto de deseo”. Es el límite de todo organismo; porque cuando ya se es organismo, la pulsión inconsciente está codificada, aunque el cuerpo sin órganos siga delimitando el plano de organización de los individuos. El cuerpo sin órganos no es erógeno, porque “erógeno” o “sexual” ya son codificaciones. Como antecedente conceptual el cuerpo sin órganos de Deleuze y Guattari tiene como antecedente histórico la voluntad de poder nietzscheana y –cambiando lo que hay que cambiar- la sustancia de Spinoza. El cuerpo sin órganos es un inconsciente no personalizado que palpita en cualquier forma viva.

La matriz de toda carga de energía libidinal social es el delirio. Delirio, aquí, no se entiende como categoría psicológica individual, sino como categoría histórico social. El delirio se desplaza entre dos polos, uno tiende a homogeneizar el deseo de las grandes poblaciones desde los centros de poder y el otro trata de huir de esa masificación deseante codificada, siguiendo alguna posible línea de fuga del deseo (molecular). El delirio es el movimiento de los flujos del deseo. Puede ser paranoico,esquizofrénico o perverso. Pero tampoco estas categorías refieren a entidades psicológicas individuales, ni tienen connotación de “enfermedad” (por lo menos, no de enfermedad subjetiva), se trata de distintas modalidades del deseo que se manifiestan en lo social.

Que el deseo es codificado por el poder, significa que quienes ejercen un poder buscan “interpretar” el deseo de aquellos sobre los que ejercen hegemonía. Es decir, darle una representación para que se haga consciente. De manera tal que al codificar el deseo se torne manejable. Se torne también previsible y “despotencido” para los cambios. Es de gran utilidad para quienes ejercen densamente poder, que las personas se apeguen a ciertas representaciones del deseo. Es en función de esas representaciones, que es efectivo el márketin.

El deseo, en sí mismo, esto es sin representación, no tiene objeto, es ciego. Simplemente desea. “No sé lo que quiero, pero lo quiero ya”, dice un tema de Luca Prodan. Pero cuando el deseo es manipulado para ejercer dominio sobre las personas, se lo rotula, se etiqueta, se le pone nombre . Los sujetos, entonces, “saben lo que quieren”, aunque siguen sin saber que ese deseo les fue impuesto. Por ejemplo, en el capitalismo, se codifica el deseo como mercadería para ser consumida. De este modo, se aporta al sistema capitalista y se facilita la tarea de gobernar. Lo primero, porque se fortalece el dispositivo económico neoliberal, y lo segundo, porque se borran las diferencias, ya que se supone que son fuente de conflictos.

Los romanos antiguos y los españoles de la primera modernidad conocieron las ventajas de anular las diferencias. Los primeros construyeron un imperio obligando a sus súbditos a que hablasen una sola lengua, el latín. Los segundos establecieron su poderío exigiendo que sus colonizados, no sólo hablaran una sola lengua, el castellano, sino también que profesaran una sola religión, la católica.

La energía libidinal o deseante tiene entonces dos caras: una molar, macrofísica, totalizante, aglutinada según los intereses del poder hegemónico; la otra molecular, microfísica, singularizante, esparcida por los tortuosos vericuetos del cuerpo social. Las singularidades deseantes (por ejemplo, una persona) ni siquiera son individuos. Hay multiplicidad de ellas en cada individuo. Cada uno de nosotros concentra una multiplicidad de “modos de ser” en relación al deseo. Nos atrae el bello de una persona, el cuello de otra, las nalgas de un bebé, la morbosidad de un objeto, el olor dulce o rancio de una piel. Vamos constituyendo nuestro deseo con fragmentos de estímulos que orientamos hacia lo que creemos es el objeto de nuestro deseo. Dicho objeto no es sino la representación de algo que por sí mismo es irrepresentable.

La energía libidinal se transmite, y recicla, a través de órganos acoplados a otros órganos que, para Deleuze, forman máquinas deseantes. El deseo circula constituyendo conexiones, pero también se producen cortes. Una boca hambrienta se acopla a un pezón dador de leche. Pero pasado cierto tiempo, se separan, se corta el flujo deseante. No existe una maquina “madre” y otra “hijo”, o existen únicamente como una multiplicidad de máquinas encajándose y desprendiéndose. La energía que moviliza las máquinas es del orden de las intensidades, es decir, la fuerza libidinal productiva.

El corte de las intensidades deseantes es tan importante como el acople, de lo contrario, se molariza, se torna totalizante, se pega a una representación asfixiante, cuando no mortal. Si la boca hambrienta chupa y corta, produce una pulsión molecular. Pero si se quedara prendida al seno, se “fosilizaría” en su deseo. Tal es lo que ocurre en la película japonesa El imperio de los sentidos, de Nagisa Oshima, cuando la protagonista se queda “acoplada” a un pene sin vida. Lo que era deseo, devino locura.

Tanto en el aspecto molar, como en el molecular, la intensidad es colectiva. El fantasma deseante es grupal. El niño no desea sino lo que otros desean. Un juguete abandonado se torna deseable en el preciso momento en que lo desea otro niño. A la vez, este segundo niño lo desea porque es de otro. El ejemplo, cambiando lo que hay que cambiar, se puede hacer extensivo a los adultos. Porque el objeto más deseado, es el que genera más deseo. El deseo puede plegarse a la gran masa social (molarizada) o encontrar una salida. Si lo logra, se torna micro, polivalente, múltiple (molecular). Inventa, crea, revoluciona, transgrede.

Ahora bien, lo molar no se identifica con lo colectivo y lo molecular con lo individual. El microinconsciente (molecular) sólo conoce objetos parciales y flujos. Aunque puede haber realizaciones colectivas que no estén atrapadas por lo molar. Como los primeros recitales de rock de los hippies, las primeras rondas de las Madres de Plaza de Mayo en pleno Proceso Militar Argentino, las procesiones de antorchas de las adolescentes catamarqueñas en el caso María Soledad Morales. Esos acontecimientos constituyeron líneas de fuga. En ellos, el deseo encontró salidas no preestablecidas. Por el contrario, puede haber también acciones individuales que están molarizadas o que son reaccionarias .

No toda codificación es cosificante. En la línea de fuga también se codifica, pero creativamente. Un artista haciendo una obra original puede codificarla, por ejemplo, como “escultura” o “pintura”, sin dejar por ello de producir intensidades deseantes liberadoras . Se pueden establecer relaciones sexuales de manera original, a pesar que el sexo es una codificación del deseo. Por otra parte, también se pueden practicar codificaciones preestablecidas que son productivas. Una persona que trabaja como voluntaria en un hospital, se “pliega” a un código hecho (“ser voluntario”) pero su actividad es expansiva del deseo (es decir, no coaccionante).

Existen asimismo plusvalías de códigos, cuando una parte de una máquina captura para su propio código un fragmento del código de otra máquina. Es el caso de la planta que se vale de un insecto para fecundar. Su código “fecundar” captura el deseo del insecto, lo atrae simulando las características sexuales buscadas por él. Luego, el engañado retoma su vuelo sin advertir que se ha convertido en parte del aparato reproductor de la flor.

En El Anti-Edipo, se denomina socius a la formación social en su conjunto. El socius es “cuerpo pleno” (o lleno). Desde este concepto, se piensa al ser humano más allá de su organismo biológico, porque sus órganos se conectan con la formación social. La sociedad, en cambio, es la codificación de los flujos del deseo. Las sociedades se distinguen unas de otras por los distintos códigos impuestos a su capacidad deseante. El flujo del deseo, en tanto pura intensidad libidinal productiva, es el límite del territorio del socius. Es como el océano que rodea una isla. La sociedad capitalista es la isla del deseo. Todo está codificado para ser consumido. Es como un enorme maquina de tritura, de devorar y asimilar deseo.

Lograr escapar de la molarización del deseo es desterritorializarse. Abrir una línea de fuga. Zafar de las codificaciones . Ejercer lo inédito, liberar un deseo sin forma y sin función. La boca que habló por primera vez se desterritorializó respecto del territorio “comer”. Pero los sonidos articulados comenzaron a tomar forma de lenguaje y comenzaron a cumplir funciones. Es entonces cuando la boca hablante se reterritorializó. En el proceso de la lengua interviene así mismo la máquina abstracta. Es la que efectúa la conexión entre los contenidos semánticos y pragmáticos de una lengua y sus enunciados. Por ejemplo, en el pensamiento de Michel Foucault, se trata de las reglas de formación del discurso que interactúan con las prácticas sociales micropolíticamente.

2. El devenir de los cuerpos sociales

Deleuze y Guattari establecen tres tipos de cuerpos sociales: cuerpo de la tierra, cuerpo despótico y cuerpo del capital-dinero. El cuerpo de la tierra es propio de las sociedades llamadas “primitivas”. En ellas, el deseo se masifica y se orienta el deseo a través de los tabúes. No existen leyes escritas, a no ser en el cuerpo de los condenados. Las marcas corporales les recuerdan una deuda “con la sociedad”.

El cuerpo despótico es el que corresponde a las formas de gobierno totalitarias. Aquí la ley está escrita en papeles. La deuda se ha universalizado. Todos son “deudores” del poder. Cualquiera es culpable hasta que no demuestre lo contrario. Aunque para el acusado, que está atrapado en un despotismo, le resulta imposible demostrar su inocencia.

El cuerpo del capital-dinero o capitalismo tardío corresponde a las sociedades actuales, en las cuales el deseo se privatiza. Se lo retira de lo social. Se lo retrotrae a la vida privada, al dormitorio paterno, a la cama de mamá y papá. Aparece la familia como el papel atrapamoscas de las intensidades deseantes.

Pero el deseo es demasiado potente para mantenerlo encerrado en la pegajosa intimidad de un dormitorio. El deseo estalla, quiere escaparse por las grietas de los muros familiares, salir afuera, corretear, jugar, revolucionar, crear. Es para neutralizar esta potencia del deseo que se trata de encadenar a Edipo, invento del psicoanálisis; o al consumo, invento del capital.

Tanto en el sistema primitivo (cuerpo de la tierra), como en el despótico (cuerpo totalitario), como en el capitalismo (cuerpo del capital-dinero) el deseo puede oscilar entre la paranoia y la esquizofrenia sociales. Además, cada tipo de sociedad produce tipos prioritarios de subjetividades “enfermas”. El cuerpo de la tierra genera perversos sociales, individuos que no cumplen el tabú. El cuerpo despótico produce psicosis paranoicas, tal como la del nazi que cree pertenecer a una raza superior. Finalmente, el cuerpo capitalista engendra perversos individuales, psicosis esquizofrénicas, padres despóticos, privación doméstica del deseo y neurosis edípicas. Esto último es el aporte que, sin querer, el psicoanálisis le hace al capitalismo. Pueden estar tranquilos quienes defienden un sistema de vida neoliberal en lo económico, mientras el discurso psicoanalítico circule en lo social.

El capitalismo, como organización social de la producción deseante, se define, por una parte, por la destrucción de los códigos de grupos, propios de las sociedades pre-modernas (alianzas, tradiciones, creencias). Y, por otra, por la abstracción de la intensidad deseante. Todo deseo es subsumido bajo la categoría abstracta de la mercancía y el dinero. Nada más abstracto que el concepto de moneda. Tampoco nada más universal. El paso del trueque al dinero es el paso de lo empírico a la abstracción. También el consumo es una categoría abstracta. Pues la saturación de mercadería anula su diversidad, se convierte así en una forma pura, vacía de contenido. Hay que consumir, no importa dónde, no importa cómo, no importa qué. La mercadería es tan universal como el dinero mismo. Las actuales leyes de “protección al consumidor”, son el equivalente histórico de “los derechos del hombre y del ciudadano” de la Revolución Francesa, que por supuesto también son abstractos.

El deseo se convierte en cantidades abstractas. El capitalismo, como Roma imperial, como España colonialista, impone un sólo código para gobernar. En el capitalismo tardío se trata del valor dinero, intercambiable, reversible, intemporal. Casi como las leyes de la ciencia moderna. Ciencia de la que el capitalismo tomo su racionalidad.

Pero a pesar de estas capturas del deseo, siempre queda un plus, producido por los flujos que lograron no ser codificados por las estrategias capitalistas. Este plus de deseo irrumpe en los márgenes. Produce líneas de fuga. Sin embargo, también en esto casos la maquinaria molarizante se pone en marcha. Se “despotencia” un pensamiento revolucionario, cuando las imágenes de sus líderes son vendidas en las esquinas de París, cuando las obras de los artistas transgresores se instalan en los museos, cuando los dueños del dinero y la política deciden sobre la droga y las maneras de prostituirse. En todos los casos, el capital obtura las líneas de fuga. Las reterritorializa subsumiéndolas bajo su control.

3. La constitución del sujeto y el amor productivo

Las máquinas molares son sociales, técnicas y orgánicas. Las moleculares, deseantes. El sujeto se constituye en las conexiones de lo molar y lo molecular. La libido es la energía de las máquinas deseantes. No hay sublimación, en sentido freudiano, hay producción. La intensidad deseante circula por todas partes. La sexualidad es una codificación social del deseo. El deseo no tiene sexo, no reconoce sexo. Es la sociedad quien obliga al deseo a ser sexuado[iii]. Los soldados nazis solían tener erecciones durante los discursos de Hitler. Las mujeres italianas le suplicaban a Mussolini que las embarazara. Esto muestra por un lado, lo errático del deseo y, por otro, su codificación en objetos determinados.

En principio, el deseo no tiene por objeto a personas o cosas aunque, en la práctica, se acumula en un objeto o en un sujeto determinado. Se trata de zonas de “saturación del deseo”. Estas zonas están establecidas para el mejor control social. ¿Cómo podrían manejarnos si amáramos a un hombre, y de pronto a una mujer y , ocasionalmente, a un animal, y así sucesivamente? “Hay sólo dos sexos”, dice el discurso oficial en un intento de ponerle etiquetas identificatorias a una masa amorfa de intensidades a las que Marx denominó “sexo no humano”. Es decir, deseo decodificado que finalmente aflora en los sujetos[iv].

El deseo, en sí mismo, es nómade. Se alimenta con fragmentos libidinales, se potencia, se agiganta. Cuanto más inconsciente, más gigante. Pero la libido no pasa a la consciencia sino en relación con cuerpos o personas determinadas. Se trata de puntos de conexión. Son los puntos en los que (con los que) hacemos habitualmente el amor. Creemos que hacemos el amor con uno. Aunque , en realidad, hacemos el amor con muchos. Mejor dicho, normalmente hacemos el amor con una sola persona. Pero esa relación es posible por toda la potencia que se ha cargado a través de miradas, roces, pensamientos, lecturas, sueños, y la infinita variedad de estímulos, que recibe cualquier ser vivo. El sueño de la razón engendra monstruos.

Hacemos el amor con las infinitas máquinas que potenciaron nuestro deseo provenientes de múltiples personas, animales y objetos. Maquina ojo-ojo, máquina gesto-mirada, máquina roce-escalofrío, máquina miembro-miembro, máquina labios-pelo, máquina mano-nalga, aunque normalmente, sólo lo concretamos con una persona por vez. (o para siempre). No obstante, con esa persona, también se establecen circulaciones y cortes. Hay algo estadístico en nuestros amores. Pero tanta estadística, casi siempre, se conecta con un solo partenaire. La pareja es el enanismo del deseo.

No se trata –obviamente- de desechar el amor de pareja sino trascenderlo, de ir más allá de los tibios lazos del dormitorio familiar. El deseo así concebido no solo circula por la sociedad en plenitud, también es productivo y puede promover cambios positivos. La propuesta de Deleuze y Guattari apunta a intentar los cambios desde las instituciones, desde los grupos, desde las comunidades. Se trata de analizar y de cambiar continuamente de estrategias, de molecularizar. Porque quedarse con las mismas estrategias, con las mismas ideologías, con los mismos valores impuestos por los poderes (políticos, teóricos, religiosos, familiares, o los que fueren) es comenzar a domesticarse. Si bien en un punto hay que detenerse y codificar. Detenerse y recomenzar. Pues tampoco se trata de deambular constantemente por los márgenes. La descentralización absoluta es destructiva. El que hegemoniza la transgresión es tan totalitario como el que hegemoniza el discurso oficial. Pero tiene muchos menos beneficios.

El capitalismo tardío ha sometido el deseo de las masas a una organización que está al servicio del consumo por el consumo mismo. En El Anti-Edipo se propone el esquizoanálisis como alternativa militante de resistencia[v]. El esquizoanálisis debe buscar líneas de fuga o distanciamientos entre lo libidinal molecular y las máquinas sociales molares. Sacar el deseo de la vida privada y devolverle su status nómade, huérfano, impersonal, transexual. Este análisis aspira a invertir la fórmula freudiana y decir “Allí donde esta el yo, ha de devenir ello”.

Esther Díaz

Ray Caesar

Todos quieren llegar al trono: su demencia consiste en creer - ¡que la felicidad se sienta
en el trono! Con frecuencia es el fango el que se sienta en el trono - y también a menudo
el trono se sienta en el fango.
Dementes son para mí todos ellos, y monos trepadores y fanáticos. Su ídolo, el frío
monstruo, me huele mal: mal me huelen todos ellos juntos, esos idólatras.
Hermanos míos, ¿es que queréis asfixiaros con el aliento de sus hocicos y de sus concupiscencias?
¡Es mejor que rompáis las ventanas y saltéis al aire libre!
¡Apartaos del mal olor! ¡Alejaos de la idolatría de los superfluos!
¡Apartaos del mal olor! ¡Alejaos del humo de esos sacrificios humanos!
Aún está la tierra a disposición de las almas grandes. Vacíos se encuentran aún muchos
lugares para eremitas solitarios o en pareja, en torno a los cuales sopla el perfume de mares
silenciosos.
Aún hay una vida libre a disposición de las almas grandes.
En verdad, quien poco posee, tanto menos es poseído: ¡alabada sea la pequeña pobreza!

Allí donde el Estado acaba comienza el hombre que no es superfluo: allí comienza la
canción del necesario, la melodía única e insustituible.
Allí donde el Estado acaba, - ¡miradme allí, hermanos míos! ¿No veis el arco iris y los
puentes del superhombre? –
Así habló Zaratustra.

martes, 20 de abril de 2010

Dino Valls

Los Adictos Maquínicos”
Félix Guattari*

Traducción: Carlos Enrique Restrepo

Habría que partir de una definición amplia de la droga; las adicciones, para mí, son todos los mecanismos de producción de subjetividad “maquínica”, todo lo que contribuye a proporcionar el sentimiento de pertenecer a algo, de estar en alguna parte; y también al sentimiento de olvidarse. Los aspectos existenciales de lo que yo llamo las experiencias de drogas maquínicas no son fácilmente detectables; sólo percibimos su superficie visible a través de ciertas prácticas como el esquí de fondo, los vuelos ultralivianos, el rock, los videoclips, toda esta clase de cosas. Pero el alcance subjetivo de estas adicciones no está necesariamente en relación con la práctica en cuestión… Es el funcionamiento de conjunto lo que interesa.

El ejemplo de Japón, considerado a gran escala, es significativo. Los japoneses se ajustan a una estructura arcaica, digamos más bien, pseudo-arcaica. Esta es la contraparte de sus adicciones maquínicas para que la sociedad no se haga trizas… Ellos reestructuran una territorialidad feudal a partir de la tradición, perpetuando la condición alienada de la mujer, entregándose a trabajos repetitivos entre máquinas… Estas son también conductas para posicionarse subjetivamente, o a fin de cuentas, no exactamente “para”, pero el resultado es ese: ¡que funcione! Los japoneses estructuran su universo, ordenan sus afectos en la proliferación y el desorden de las máquinas, aferrándose a sus referencias arcaicas. Pero, antes que nada, están locos por las máquinas, por adicciones maquínicas. ¿Sabían ustedes, por ejemplo, que la mitad de las personas que escalan el Himalaya son japoneses?

Adicción. Droga. ¿Se trata acaso de una simple analogía? Parece que, según las investigaciones más recientes, no es del todo una metáfora. Los dolores repetidos, algunas actividades bastantes “agarradoras”, incitan al cerebro a secretar hormonas, las endorfinas, drogas mucho más “duras” que la morfina. ¿Acaso por ese medio no se llega a una autointoxicación? En La Borde, he observado hasta qué punto los anoréxicos se asemejan a los drogados. La misma mala fe, la misma forma de tomarle a uno el pelo prometiendo detenerse… La anorexia es una adicción mayor. También el sadomasoquismo. Y cualquier otra pasión exclusiva que provoque descargas de endorfina. Uno se “droga” con la estridencia del rock; con la fatiga, con la falta de sueño, como Kafka; o golpeándose la cabeza contra el suelo, como los niños autistas. Con la excitación, el frío, los movimientos repetitivos, el trabajo forzado, el esfuerzo deportivo, el miedo. ¡Descender esquiando una pendiente vertical, efectivamente transforma los datos de la personalidad! Una manera de fabricarse, de encarnarse personalmente, mientras el fondo de la imagen existencial permanece difuso.

Lo repito, el resultado de la adicción y su representación social son susceptibles de ser completamente desplazadas. La adicción pone en juego procesos que escapan radicalmente a la conciencia, al individuo, produce transformaciones biológicas de las cuales el individuo experimenta confusamente –aunque de manera intensa– su necesidad. La “máquina-droga” puede desencadenar el éxtasis colectivo, la gregariedad opresiva; no por ello constituye menos una respuesta a una pulsión individual. Lo mismo ocurre con las adicciones menores: el sujeto que regresa a su casa hecho pedazos, extenuado tras una jornada agotadora, y que pulsa mecánicamente el control de su televisor. Este es otro medio de reterritorialización personal por medios totalmente artificiales.

Estos fenómenos de la adicción contemporánea me parecen, pues, ambiguos. Hay dos entradas: la repetición, la güevonada, como en el caso de la monomanía de los flippers1 o en la intoxicación de los videojuegos. Y también la intervención del proceso “maquínico”, que no es baladí y nunca es ingenua. Hay un Eros maquínico. Sí, los jóvenes japoneses, saturados, se suicidan a la salida del colegio; sí, miles de hombres, desde las 6:00 a.m., repiten en coro los movimientos del golf en un parqueadero de cemento; sí, jóvenes obreros duermen en pabellones y renuncian a sus vacaciones… ¡Chiflados por las máquinas! Pero, a pesar de todo, hay en Japón una especie de democracia del deseo, incluso en la empresa. Una especie de equilibrio. ¿A causa de la adicción?

Entre nosotros, las adicciones maquínicas funcionan más bien en el sentido de un retorno a lo individual; pero parecen sin embargo indispensables para la estabilización subjetiva de las sociedades industriales, sobre todo en los momentos de mayor competitividad. ¡Si uno no tiene al menos esta compensación, no tiene nada! Está llevado… La subjetividad maquínica molecular permite ser creativo, sin importar en qué dominio. Créanlo. ¡Los jóvenes italianos, más bien desestructurados políticamente después del hundimiento de los movimientos contestatarios, no hacen otra cosa! ¡Arreglándoselas cada uno como pueda! Una sociedad que no fuese capaz de tolerar, de manejar sus adicciones perdería su vigor. Sería aplastada. Es preciso que ella se articule, quiéralo o no, al aparente desorden de las adicciones, incluso y sobre todo de las que dan la impresión de ser escapatorias improductivas. Los norteamericanos son los campeones de las adicciones: tienen miles, las inventan todos los días. Y les sale muy bien. A los rusos, por el contrario, no les queda sino la adicción al antiguo bolchevismo… Es la subjetividad “maquínica” la que engendra grandes ímpetus como Silicon Valley.

¿Y en Francia? La sociedad francesa no está irremediablemente perdida. Los franceses no son más idiotas que otros, ni más pobres en libido. Pero no están “a la moda”. Las superestructuras sociales son, por así decir, más bien molares. Apenas si hay entre nosotros instituciones que dejen lugar a los procesos de proliferación “maquínica”. Francia, se lo repite hasta el hartazgo, representa la tradición, el Mediterráneo, los inmortales principios de esto o de aquello. Y en el momento en que el planeta está siendo atravesado por mutaciones fantásticas, vemos con malos ojos las grandes adicciones “maquínicas”. La explosión universal está “out”. ¿Los Juegos Olímpicos? Y el Centro Pompidou, que al comienzo tuvo su gracia, se ha quedado atascado con sus sucesivas exposiciones permanentes y relativamente parásitas. En suma, es la anti-adicción. ¿Se pretende japonizar a Francia enviando las delegaciones a Tokio? Eso es verdaderamente gracioso… ¡Fuera la endorfina!

Parece que Francia no ha tenido un buen comienzo. Tampoco Europa. Los procesos “maquínicos” exigen tal vez grandes espacios, un gran mercado o una gran potencia real, como en la antigüedad. Y/o también, como lo sugiere Braudel, una concentración de medios semiológicos, monetarios, intelectuales, un capital de saber. New York, Chicago, California con toda América detrás. O Ámsterdam en el siglo XVII. Solamente eso posibilitaría entidades viables. ¡Las megamáquinas!

Aquí la adicción corresponde al club más o menos privado, no es más que un escampadero. La gente se subjetiviza, se rehace territorios existenciales con sus adicciones. ¡Pero la complementariedad entre las máquinas y esta clase de escampaderos no está garantizada! Si la adicción falla, si fracasa, hay implosión. Existe un umbral crítico. Si no se desemboca en un proyecto social, en una gran empresa a la japonesa, en una movilidad a la americana, pereceremos. Por ejemplo Van Gogh, Artaud. El proceso “maquínico” del cual no pudieron salir los destruyó. ¡Cual verdaderos adictos! ¿Mi existencia arrastrada a un proceso de singularización? ¡Perfecto! Pero si se detiene, listo, se acabó, la catástrofe es inminente. Falta de perspectivas, de una salida micropolítica. Hay que existir “en” el proceso. ¡La repetición vacía de la adicción, eso es terrible! Cuando uno se da cuenta de eso, cuando uno termina por decirse: “no era nada…”. La contracultura de los años sesenta, el tercermundismo, el marxismo-leninismo, el rock: son muchas las adicciones que han hecho más daño cuando se tornaron caducas…

Esto es o el hundimiento lamentable, o la creación de universos insólitos. Las formaciones subjetivas minuciosamente trabajadas por las adicciones pueden relanzar el movimiento, o por el contrario, hacerlo extinguir lentamente. Detrás de todo esto, hay posibilidades de creación, de transformación de la vida, de revoluciones científicas, económicas, incluso estéticas. Horizontes nuevos, o nada. No pienso aquí en las viejas cantinelas sobre la espontaneidad como factor de creación. ¡Absurdo! Sino en la inmensa empresa de estratificación, de serialización que oprime a nuestras sociedades, en la que acechan formaciones subjetivas aptas para volver a lanzar la potencia del proceso y para promover el reino de las singularidades mutantes, de las nuevas minorías. Los sectores visibles de adicción no deberían ser defensas de territorios conquistados; los cristales residuales que constituyen las adicciones maquínicas podrían atravesar el planeta entero, reanimarlo, relanzarlo. Una sociedad aprisionada a tal punto tendrá que habérselas con esto, o perecerá.

Dino Valls

Estamos segmentarizados por todas partes y en todas direcciones. El hombre es un animal segmentario. La segmentaridad es una característica específica de todos los estratos que nos componen. Habitar, circular, trabajar, jugar: lo vivido está segmentarizado espacial y socialmente. La casa está segmentarizada según el destino de sus habitaciones; las calles, según el orden de la ciudad; la fábrica, según la naturaleza de los trabajos y las operaciones. Estamos segmentarizados binariamente, según grandes oposiciones duales: las clases sociales, pero también los hombres y las mujeres, los adultos y los niños, etc. Estamos segmentarizados circularmente, en círculos cada vez más amplios, discos o coronas cada vez más anchos, como en la “carta” de Joyce: mis asuntos, los asuntos de mi barrio, de mi ciudad, de mi país, del mundo… Estamos segmentarizados linealmente, en una línea recta, líneas rectas en la que cada segmento representa un episodio o un “proceso”: apenas terminamos un proceso y ya empezamos otro, eternos pleitistas o procesados, familia, escuela, ejército, oficio, la escuela nos dice, “ya no estás en la familia”, el ejército dice, “ya no estás en la escuela”… Unas veces los segmentos diferentes remiten a individuos o grupos diferentes, otras es el mismo individuo o grupo el que pasa de un segmento al otro. Pero esas figuras de segmentariedad, la binaria, la circular, la lineal, siempre están incluidas la una en la otra, e incluso pasan la una a la otra, se transforman según el punto de vista. Así ocurre ya entre los primitivos: Lizot muestra cómo la Casa común está organizada circularmente, de dentro a fuera, en una serie de coronas en las que se ejercen tipos de actividades localizables (cultos y ceremonias, intercambio de bienes, vida familiar, por último, desperdicios y deposiciones). Pero al mismo tiempo “cada una de estas coronas está fraccionada transversalmente, cada segmento corresponde a un linaje particular y está subdividido entre diferentes grupos de parientes” (1). En un contexto más general, Lévi-Strauss muestra cómo la organización dualista de los primitivos remite a una forma circular, y pasa también a una forma lineal que engloba “un número indeterminado de grupos” (como mínimo tres) (2).

¿Por qué recurrir a los primitivos cuando se trata de nuestra vida? Lo cierto es que la noción de segmentariedad ha sido construida por los etnólogos para explicar las llamadas sociedades primitivas, sin aparato de Estado central fijo, sin poder global ni instituciones políticas especializadas. Los segmentos sociales tienen, en ese caso, una cierta flexibilidad, según las tareas y las situaciones, entre los dos polos extremos de la fusión y de la escisión; una gran comunicabilidad entre heterogéneos, de suerte que la conexión entre un segmento y otro puede hacerse de múltiples maneras; una construcción local que excluye el que se pueda determinar de antemano un dominio de base (económico, político, jurídico, artístico); propiedades extrínsecas de situación o de relaciones irreductibles a las propiedades intrínsecas de estructura; una actividad continuada que hace que la segmentariedad no sea captada independientemente de una segmentación en acto, que actúa por brotes, separaciones, reuniones. La segmentariedad primitiva es la de un código polívoco, basado en los linajes, sus situaciones y relaciones variables, y, a la vez, la de una territorialidad itinerante, basada en divisiones locales enmarañadas. Los códigos y territorios, los linajes clánicos y las territorialidades tribales organizan un tejido de segmentariedad relativamente flexible (3).

No obstante, nos parece difícil sostener que las sociedades de Estado, o incluso nuestros Estados modernos, sean menos segmentarios. La oposición clásica entre lo segmentario y lo centralizado no parece muy pertinente. El Estado no sólo se ejerce en los segmentos que mantiene o deja subsistir, sino que posee en sí mismo su propia segmentariedad, y la impone. La oposición que los sociólogos establecen entre central y segmentario quizá tenga un trasfondo biológico: el gusano anélido y el sistema nervioso centralizado. Pero el propio sistema nervioso central es un gusano, aún más segmentarizado que los otros, a pesar e incluidas todas las vicariancias. Entre central y segmentario no hay oposición. El sistema político moderno es un todo global, unificado y unificante, pero precisamente porque implica un conjunto de subsistemas yuxtapuestos, imbricados, ordenados, de suerte que el análisis de las decisiones pone de manifiesto todo tipo de compartimentaciones y de procesos parciales que no se continúan entre sí sin que se produzcan desfases o desviaciones. La tecnocracia procede por división del trabajo segmentario (incluso en la división internacional del trabajo). La burocracia sólo existe gracias a la compartimentación de los despachos, y sólo funciona gracias a las “desviaciones de objetivo” y a los “disfuncionamientos” correspondientes. La jerarquía no sólo es piramidal, el despacho del jefe está tanto al final del pasillo como en lo alto del edificio. En resumen, diríase que la vida moderna no ha suprimido la segmentariedad, sino que, por el contrario, la ha especialmente endurecido.

Más que oponer lo segmentario y lo centralizado, habría, pues, que distinguir dos tipos de segmentariedad, una “primitiva” y flexible, otra “moderna” y dura. Y esta distinción coincidiría con cada una de las figuras precedentes:

1) Las oposiciones binarias (hombres-mujeres, los de arriba-los de abajo, etc.) son muy fuertes en las sociedades primitivas, pero es evidente que son el resultado de máquinas y agenciamientos que no son binarios de por sí. En un grupo, la binaridad social hombres-mujeres moviliza reglas según las cuales unos y otras eligen sus cónyuges respectivos en grupos a su vez diferentes (de ahí que existan como mínimo tres grupos). En ese sentido, Lévi-Strauss muestra cómo la organización dualista nunca tiene valor por sí misma en una sociedad de ese tipo. Por el contrario, lo propio de las sociedades modernas, o más de Estado, es la utilización de máquinas duales que funcionan como tales, que proceden simultáneamente por relaciones biunívocas, y sucesivamente por opciones binarizadas. Las clases, los sexos, van de dos en dos, y los fenómenos de tripartición derivan de un desplazamiento de lo dual, más bien que a la inversa. Lo hemos visto claramente en el caso de la máquina de Rostro, que se distingue a este respecto de las máquinas de cabezas primitivas. Diríase que las sociedades modernas han elevado la segmentariedad dual al nivel de una organización suficiente. La cuestión no es, pues, saber si las mujeres, o los de abajo, tienen un estatuto mejor o peor, sino de qué tipo de organización deriva ese estatuto.

2) Del mismo modo hay que señalar que la segmentariedad circular no implica necesariamente, entre los primitivos, que los círculos sean concéntricos o que tengan un mismo centro. En un régimen flexible, los centros actúan ya como otros tantos nudos, ojos o agujeros negros; pero no resuenan todos juntos, no se precipitan sobre un mismo punto, no convergen en un mismo agujero negro central. Hay una multiplicidad de ojos animistas que hace que cada uno de ellos, por ejemplo, esté afectado de un espíritu animal particular (el espíritu-serpiente, el espíritu pájaro carpintero, el espíritu-caimán…). Cada agujero está ocupado por un ojo animal diferente. Sin duda, vemos aparecer aquí y allá operaciones de endurecimiento y de centralización: todos los centros deben pasar por un solo círculo que a su vez sólo tiene un centro. El chamán establece lazos de unión entre todos los puntos o espíritus, dibuja una constelación, un conjunto irradiante de raíces que remite a un árbol central. ¿Nacimiento de un poder centralizado en el que un sistema arborescente disciplina los brotes de rizoma primitivo? (5). Y el árbol juega aquí el doble papel de principio de dicotomía o de binaridad y de eje de rotación… Pero el poder del chamán todavía está muy localizado, depende estrechamente de un segmento particular, está condicionado por las drogas, y cada punto continúa emitiendo sus sencuencias independientes. No se podrá decir lo mismo de las sociedades modernas o incluso de los Estados. Por supuesto, lo centralizado no se opone a lo segmentario, y los círculos siguen siendo distintos. Pero devienen concéntricos, definitivamente arborizados [arbrificados en el original en castellano]. La segmentariedad deviene dura, en la medida en que todos los centros resuenan, todos los agujeros negros caen en un punto de acumulación, como un punto de entrecruzamiento situado en algún sitio detrás de todos los ojos. El rostro del padre, el rostro del maestro, el rostro del coronel, el rostro del patrón, entran en redundancia, remiten a un centro de significancia que recorre los diversos círculos y vuelve a pasar por todos los segmentos. Las microcabezas flexibles, las rostrificaciones animales son sustituidas por un macrorostro cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna. Ya no estamos ante n ojos en el cielo, o en devenires animales y vegetales, sino ante un ojo central ordenador que barre todos los rayos. El Estado central no se ha constituido por la abolición de una segmentariedad circular, sino por concentricidad de los distintos círculos o por la puesta en resonancia de los centros. En las sociedades primitivas ya hay tantos centros de poder; o, si se prefiere, en las sociedades de Estado sigue habiendo otros tantos. Pero éstas actúan como aparatos de resonancia, organizan la resonancia, mientras que aquellas la inhiben (6).

3) Por último, desde el punto de vista de la segmentariedad lineal, diríase que cada segmento está subrayado, rectificado, homogeneizado de por sí, pero también con relación a los otros. No sólo cada uno tiene su unidad de medida, sino que hay equivalencia y traducibilidad de las unidades entre sí. Pues, el ojo central tiene como correlato un espacio en el que se desplaza, y permanece invariable con relación a sus desplazamientos. A partir de la ciudad griega y de la reforma de Clístenes, aparece un espacio político homogéneo e isótopo que va a sobrecodificar los segmentos de linajes, al tiempo que los distintos núcleos se ponen a resonar en un centro que actúa como denominador común (7). Y posteriormente a la ciudad griega, Paul Virilio muestra cómo el Imperio Romano impone una razón de Estado lineal o geométrica, que implica un plano general de los campos y de las plazas fuertes, un arte universal de “limitar trazando”, una reordenación de los territorios, una sustitución del espacio por los lugares y las territorialidades, una transformación del mundo en ciudad, en una palabra, una segmentariedad cada vez más dura (8). Pues los segmentos, subrayados o sobrecodificados, parecen haber perdido su capacidad de brotar, su relación dinámica con segmentaciones en acto, haciéndose y deshaciéndose. Si hay una “geometría” primitiva (protogeometría), esa es una geometría operatoria en la que las figuras son inseparables de sus afectos, las líneas de su devenir, los segmentos de su segmentación: hay “redondeles”, pero no círculo, “alineamientos”, pero no recta, etc. Por el contrario, la geometría de Estado, o más bien la relación del Estado con la geometría, se manifestará por la primacía del elemento-teorema, que sustituye las formaciones morfológicas flexibles por esencias ideales o fijas, los afectos por las propiedades, las segmentaciones en acto por los segmentos predeterminados. La geometría y la aritmética adquieren la potencia de un escalpelo. La propiedad privada implica un espacio sobrecodificado y cuadriculado por el catastro. No sólo cada línea tiene sus segmentos, sino que los segmentos de una corresponden a los de otra: por ejemplo, el régimen del asalariado hará corresponder segmentos monetarios, segmentos de producción y segmentos de bienes de consumo.

Podemos resumir las principales diferencias entre la segmentaridad dura y la segmentaridad flexible. Bajo el modo duro, la segmentaridad binaria vale por sí misma y depende de grandes máquinas de binarización directa, mientras que, bajo el otro modo, las binaridades resultan de “multiplicidades de n dimensiones”. En segundo lugar, la segmentaridad circular tiende a devenir concéntrica, es decir, hace coincidir todos sus núcleos en un solo centro que no cesa de desplazarse, pero que permanece invariante en su desplazamiento, que remite a una máquina de resonancia. Por último, la segmentaridad lineal pasa por una máquina de sobrecodificación que constituye el espacio homogéneo more geometrico, y traza segmentos determinados en su sustancia, su forma y sus relaciones. Se señalará que el árbol siempre expresa esta segmentaridad endurecida. El Árbol es nudo de arborescencia o principio de dicotomía; eje de rotación que asegura la concentricidad; estructura o red que cuadricula lo posible. Pero, si oponemos una segmentaridad arborificada a la segmentación rizomática, no sólo es para indicar dos estados de un mismo proceso, sino también para separar dos procesos diferentes. Pues las sociedades primitivas funcionan esencialmente por códigos y territorialidades. E incluso es la distinción de esos dos elementos, sistema tribal de territorios, sistema clánico de linajes, la que impide la resonancia (9). Por el contrario, las sociedades modernas, o de Estado, han sustituido los códigos inoperantes por una sobrecodificación unívoca, y las territorialidades perdidas por una territorialización específica (que se hace precisamente en un espacio geométrico sobrecodificado). La segmentaridad siempre aparece como el resultado de una máquina abstracta; pero la máquina abstracta que actúa en la dura es distinta de la que actúa en la flexible.

No basta, pues, con oponer lo centralizado y lo segmentario. Pero tampoco basta con oponer dos segmentaridades, una flexible y primitiva, otra moderna y endurecida. Pues las dos se distinguen perfectamente, pero son inseparables., están enmarañadas la una con la otra. Las sociedades primitivas tienen núcleos de dureza, de arborificación que anticipan el Estado en la misma medida en que lo conjuran. Y a la inversa, nuestras sociedades continúan inmersas en un tejido flexible sin el cual los segmentos duros no se desarrollarían. No se puede reservar la segmentaridad flexible para los primitivos. La segmentaridad flexible ni siquiera es la pervivencia del salvaje en nosotros, es una función perfectamente actual e inseparable de la otra. Toda sociedad, pero también todo individuo, están, pues, atravesados por las dos segmentaridades a la vez: una molar y otra molecular. Si se distinguen es porque no tienen los mismos términos, ni las mismas relaciones, ni la misma naturaleza, ni el mismo tipo de multiplicidad. Y si son inseparables es porque coexisten, pasan la una a la otra, según figuras diferentes como entre los primitivos o entre nosotros -pero siempre en presuposición la una con la otra-. En resumen, todo es política, pero toda política es a la vez macropolítica y micropolítica. Supongamos unos conjuntos del tipo percepción o sentimiento: su organización molar, su segmentaridad dura, no impide todo un mundo de microperceptos inconscientes, de afectos inconscientes, segmentaciones finas que no captan o no experimentan las mismas cosas, que tribuyen [sic] de otra forma, que actúan de otra forma. Una micropolítica de la percepción, del afecto, de la conversación, etc. Si consideramos los grandes conjuntos binarios, como los sexos o las clases, vemos claramente que también entran en agenciamientos moleculares de otra naturaleza, y que hay una doble dependencia recíproca. Pues los dos sexos remiten a múltiples combinaciones moleculares, que ponen en juego no sólo el hombre en la mujer y la mujer en el hombre, sino la relación de cada uno en el otro con el animal, la planta, etc.: mil pequeños sexos. Y las clases sociales remiten a “masas” que no tienen el mismo movimiento, la misma distribución, ni los mismos objetivos ni las mismas maneras de luchar. Las tentativas de distinguir masa y clase tienden efectivamente hacia el siguiente límite: que la noción de masa es una noción molecular, que procede por un tipo de segmentaciones irreductibles a la segmentación molecular de clase. Sin embargo, las clases están talladas en las masas, las cristalizan. Y las masas no cesan de fluir, de escaparse de las clases. Pero su presuposición recíproca no impide la diferencia de punto de vista, de naturaleza, de escala y de función (la noción de masa, así entendida, tiene una acepción totalmente distinta que la propuesta por Canetti).

No basta con definir la burocracia por una segmentaridad dura, con compartimentación de los despachos contiguos, jefe de despacho en cada segmento, y centralización correspondiente al final del pasillo o en lo alto del edificio. Pues al mismo tiempo hay toda una segmentación burocrática, una flexibilidad y una comunicación entre despachos, una perversión burocrática, una inventiva o creatividad permanentes que se ejercen incluso contra los reglamentos administrativos. Si Kafka es el teórico más importante de la burocracia es porque muestra cómo, a un cierto nivel (pero, ¿cuál?, no es localizable), las barreras entre despachos dejan de ser “límites precisos”, están inmersas en un medio molecular que las disuelve, al mismo tiempo que hace proliferar el jefe en microfiguras imposibles de reconocer, de identificar, y que no son más discernibles que centralizables: otro régimen, que coexiste con la separación y la totalización de los segmentos duros (10). Por la misma razón se dirá que el fascismo implica un régimen molecular que no se confunde ni con segmentos molares ni con su centralización. Sin duda, el fascismo ha inventado el concepto de Estado totalitario, pero no hay razón para definir el fascismo por una noción que él mismo ha inventado: hay Estados totalitarios sin fascismo, del tipo estalinista o del tipo dictadura militar. El concepto de Estado totalitario sólo tiene valor a escala macropolítica para una segmentaridad dura y para un modo especial de totalización y de centralización. Pero el fascismo es inseparable de núcleos moleculares, que pululan y saltan de un punto a otro, en interacción, antes de resonar todos juntos en el Estado nacionalsocialista. Fascismo rural y fascismo de ciudad o de barrio, joven fascismo y fascismo de ex-combatiente, fascismo de izquierda y de derecha, de pareja, de familia, de escuela o de despacho: cada fascismo se define por un microagujero negro, que vale por sí mismo y comunica con los otros antes de resonar en un gran agujero negro central generalizado (11). Hay fascismo cuando una máquina de guerra se instala en cada agujero, en cada nicho. Incluso cuando el Estado nacionalsocialista se instale, tendrá necesidad de la persistencia de esos microfascismos que le proporcionan un medio de acción incomparable sobre las “masas”. Daniel Guérin tiene razón cuando dice que si Hitler conquistó el poder, más bien el Estado mayor alemán, fue porque disponía previamente de microorganizaciones que le proporcionaban “un medio incomparable, irreemplazable, para penetrar en todas las células de la sociedad”, segmentaridad flexible y molecular, flujos capaces de impregnar cada tipo de células. Y a la inversa, si el capitalismo ha acabado por considerar la experiencia fascista como catastrófica, si ha preferido aliarse con el totalitarismo estalinista, mucho más sabio y tratable a su gusto, es porque éste tenía una segmentaridad y una centralización más clásicas y menos fluentes. Si el fascismo es peligros se debe a su potencia micropolítica o molecular, puesto que es un movimiento de masa: un cuerpo canceroso, más bien que un organismo totalitario. El cine americano ha mostrado a menudo esos núcleos moleculares, fascismo de banda, de gang, de secta, de familia, de pueblo, de barrio, de automóvil, y del que no se libra nadie. Nada mejor que el microfascismo para dar una respuesta a la pregunta global: ¿por qué el deseo desea su propia represión, cómo puede desear su represión? Por supuesto, las masas no sufren pasivamente el poder; tampoco “quieren” ser reprimidas en una especie de histeria masoquista; ni tampoco son engañadas, por un señuelo ideológico. Pero, el deseo siempre es inseparable de agenciamientos complejos que pasan necesariamente por niveles moleculares, microformaciones que ya moldean las posturas, las actitudes, las percepciones, las anticipaciones, las semióticas, etc. El deseo nunca es una energía pulsional indiferenciada, sino que es el resultado de un montaje elaborado, de un engineering de altas interacciones: toda una segmentaridad flexible relacionada con energías moleculares y que eventualmente determina al deseo a ser ya fascista. Las organizaciones de izquierda no son las últimas en segregar sus microfascismos. Es muy fácil ser antifascista al nivel molar, sin ver el fascita que uno mismo es, que uno mismo cultiva y alimenta, mima, con moléculas personales y colectivas.

Habría que evitar cuatro errores relacionados con esta segmentaridad flexible y molecular. El primero es axiológico y consistiría en creer que basta con un poco de flexibilidad para ser “mejor”. Pero el fascismo es todavía más peligroso a causa de sus microfascismos, y las segmentaciones finas tan nocivas como los segmentos más endurecidos. El segundo es psicológico, como si lo molecular perteneciera al dominio de la imaginación y sólo remitiera a lo individual o a lo interindividual. Pero hay tanto de Real-social en una línea como en la otra. El tercero consistiría en pensar que las dos formas se distinguen simplemente por las dimensiones, como una forma pequeña y una forma grande; y si bien es cierto que lo molecular actúa en el detalle y pasa por pequeños grupos, no por ello deja de ser coextensivo a todo el campo social, tanto como la organización molar. Por último, la diferencia cualitativa entre las dos líneas no impide que se impulsen o coincidan, de suerte que siempre hay entre ellas una relación proporcional, ya sea directa o inversamente proporcional.

En efecto, en un primer caso, cuanto más fuerte es la organización molar, más suscita una molecularización de sus elementos, de sus relaciones y aparatos elementales. Cuando la máquina deviene planetaria o cósmica, los agenciamientos tienden cada vez más a miniaturizarse, a devenir microagenciamientos. Según la fórmula de Gorz, el capitalismo mundial ya sólo tiene como elemento de trabajo un individuo molecular, o molecularizdo, es decir, de “masa”. La administración de una gran seguridad molar organizada tiene como correlato una microgestión de pequeños miedos, toda una inseguridad molecular permanente, hasta el punto de que la fórmula de los ministerios del interior podría ser: una macropolítica de la sociedad para y por una micropolítica de la inseguridad (12). No obstante, el segundo caso todavía es más importante, en la medida en que los movimientos moleculares ya no logran perfeccionar, sino combatir y socavar la gran organización mundial. Es lo que decía el presidente Giscard d’Estaing en su lección de geografía política y militar: cuanto más se equilibran las cosas entre el Este y el Oeste, en una máquina dual, sobrecodificante y supermilitarizada, más se “desestabilizan” en la otra línea, del Norte al Sur. Siempre hay un palestino, pero también un vasco, un corso, para provocar “una desestabilización regional de la seguridad” (13). Como consecuencia, los dos grandes conjuntos molares, al Este y al Oeste, están constantemente trabajados por una segmentación molecular, con fisura en zig-zag, que hace que tengan dificultad para retener sus propios segmentos. Como si constantemente una línea de fuga, incluso si comienza por un minúsculo arroyo, fluyese entre los segmentos y escapase a su centralización, eludiese su totalización. Así se presentan los profundos movimientos que sacuden una sociedad, aunque sean necesariamente “representados” como un enfrentamiento entre segmentos molares. Se dice equivocadamente (sobre todo en el marxismo) que una sociedad se define por sus contradicciones. Pero eso sólo es cierto a gran escala. Desde el punto de vista de la micropolítica, una sociedad se define por sus líneas de fuga, que son moleculares. Siempre fluye o huye algo, que escapa a las organizaciones binarias, al aparato de resonancia, a la máquina de sobrecodificación: todo lo que se incluye dentro de lo que se denomina “evolución de las costumbres”, los jóvenes, las mujeres, los locos, etc. Mayo del 68, en Francia, era molecular, y sus condiciones tanto más imperceptibles desde el punto de vista de la macropolítica. En esas circunstancias, se da el caso de que personas muy moderadas o muy viejas capten mejor el acontecimiento que los hombres políticos más avanzados, o que se creían tales desde el punto de vista de la organización. Como decía Gabriel Tarde, habría que saber qué campesinos, y en qué regiones del Mediodía, han empezado a negar el saludo a los propietarios del entorno. A este respecto, un viejo propietario desfasado puede evaluar mejor las cosas que uno progresista. En Mayo del 68 ocurrió lo mismo: todos los que lo juzgaban en términos de macropolítica no comprendieron nada del acontecimiento, puesto que algo inasignable huía. Los hombres políticos, los partidos, los sindicatos, y muchos hombres de izquierda, cogieron una gran rabieta; repetían sin cesar que no se daban las “condiciones”. Daba la impresión de que se les había privado provisionalmente de toda la maquinaria dual que los convertía en los únicos interlocutores válidos. Extrañamente, de Gaulle e incluso Pompidou comprendieron mucho mejor que los otros. Un flujo molecular se escapaba, primero minúsculo, luego cada vez más inasignable… No obstante, lo contrario también es cierto: las fugas y los movimientos moleculares no serían nada si no volvieran a pasar por las grandes organizaciones molares, y no modificasen sus segmentos, sus distribuciones binarias de sexos, de clases, de partidos.

Así pues, la cuestión es que lo molar y lo molecular no sólo se distinguen por la talla, la escala o la dimensión, sino por la naturaleza del sistema de referencia considerado. Por eso quizá habría que reservar las palabras “línea” y “segmentos” para la organización molar, y buscar otras palabras que conviniesen más a la composición molecular. En efecto, cada vez que se puede asignar una línea de segmentos bien determinados vemos que se prolonga, bajo otra forma, en un flujo de cuantos. Y cada vez, se puede situar un “centro de poder” como frontera entre los dos y definirlo no por su ejercicio absoluto en un dominio, sino por las adaptaciones y conversiones relativas que efectúa entre la línea y el flujo.(gilles deleuze y felix guattari)

viernes, 16 de abril de 2010

Claude Verlinde
Si examinamos los distintos modos a través de los
cuales los individuos han experimentado su libertad sexual - el
modo en que han delineado su estilo vital- o es forzoso concluir
que la sexualidad, tal como la entendemos en la actualidad, se ha
convertido en una de las fuentes más productivas tanto en la
esfera social como en la vital. Personalmente, considero que hay
que entender la sexualidad de otro modo. Es común pensar que la
sexualidad subyace en el fondo de toda vida cultural creativa;
pero es más bien un proceso inseparable de nuestra presente
necesidad de crear, al hilo de nuestras opciones sexuales, una
cultura vital.

Ciertamente, pero se trata de un aspecto que no podemos dejar de
lado. De entrada es esencial que cualquier individuo cuente con la
posibilidad y el derecho de elegir su sexualidad. Los derechos
individuales relativos a la
sexualidad tienen una gran importancia y más cuando en muchos
lugares todavía son ignorados. En este momento, no podemos
considerarlo como una cuestión resuelta. Desde principios de los
años sesenta se ha producido indiscutiblemente un efectivo
proceso de liberación, positivo tanto en el plano práctico como en
el de las mentalidades, aunque la cuestión no está completamente
estabilizada. Debemos ir más allá y uno de los factores de
estabilización pasa por la creación de nuevas formas de vida,
relaciones, tratos amistosos en la sociedad, en el arte y en la
cultura, de nuevas formas que se establecerán a partir de nuestras
opciones sexuales, éticas y políticas. No se trata sólo de
defendernos, sino también de afirmarnos y no únicamente en lo
concerniente a la identidad sino en lo que hace referencia a la
capacidad creativa.Michel Foucault

Michael Sowa

Quizás como hecho cultural que nos hallamos disparados tan lejos de la vida en
nombre de la cultura, del funcionar, del mundo que creamos.
Y para mí la desnudez es como un llamado a las pocas cosas o a la esencia. Al
acariciar y ser acariciado, por decir una imagen.
Pero la desnudez en la posibilidad de deconstruir y volver a ese momento, no la
verdad de la aurora, sino la aurora misma como verdad.
Es el lugar donde lo naciente todavía no se disparó y sigue siendo ahí dentro de ese
abrazo inicial.
Perdimos el latido en nombre del funcionamiento y perdimos eso que creemos que
está al final de todo el funcionamiento, o sea para una imagen cotidiana, perdimos el
jugar con un hijo en vez de llegar a las 10 de la noche en nombre de todo lo que le
compré para que juegue ese hijo y darle un beso cuando ya está dormido, o sea, algo
se desproporcionó.
Y aquello que está en el origen lo hemos puesto tan al final, que no seguimos estando ahi.


Pero volver es el lugar donde todavía la vida es creatividad, el lugar donde somos
nacientes, no que nacimos en un tiempo míticamente puesto en una línea recta que
esta atrás mío, o sea, si yo me doy vuelta atrás mío está lo que ya me morí, no donde
vengo.
Pero es ese momento en el que la realidad todavía tiembla por frágil y por naciente.
Entonces tener un contacto que no es ni adentro ni afuera, un contacto en lo íntimo
pero lo que de íntimo tiene todo.
Este vaso que se puede agotar en vaso H2O o puede ser el lugar donde confluye
desde el río que vino a parar acá, a los que en un horno de miles de grados derritieron
la fórmula e hicieron el vidrio y el soplo… o sea esa idea de estar en un mundo vivo.
Para mí el origen es lo originario de todo.


Ahora en realidad sabemos que no hay “un” mundo, ni hay “una” verdad, etc., ahora ya
estamos más familiares con que los mundos son generaciones de discurso, de
códigos y de costumbres, por así decirlo.
Entonces yo creo que es más fácil pensar que sí que un poema puede inaugurar un
mundo. Eso no quiere decir que no toque otro mundo porque ese otro mundo también
es una interpretación. No es que ahí está el mundo real y acá apareció este mundo
artificial que se llama poesía.
Ahora sabemos que el llamado mundo real, hoy en día diríamos, es un economicismo
científico.

El infinito, imaginamos, es una línea que se extiende, se afina, se trasparenta. Pero no es una línea,

no es horizonte.

No es del orden del ser: es lo otro y lo más acá.

(Desmesura de una mesura, pero no de sí.

Medida, otra vez, de mí.)Hugo Mujica


Más allá del principio divino

Esther Díaz

Prólogo al «Tratado de ateología» de Michel Onfray, Buenos Aires, Ediciones de la Flor, 2005.

Michel OnfrayLos difíciles momentos de cambio que estamos viviendo indican que ha llegado la hora de repensar si es posible liberarnos de las moralinas que en nombre de lo divino atentan contra el deseo y la razón, tal como propone Michel Onfray en este lúcido libro. Oscuros dispositivos religiosos promueven simulacros como si fueran realidades. Los tres grandes monoteísmos vigentes atentan contra el cuerpo, el placer y la vida. Se pliegan así a un nihilismo negativo que cree en ficciones, inventa culpas y produce sometimiento. Sin embargo, se puede pensar en un crecimiento fructífero y poderoso que emanaría de un nihilismo positivo, cuya inmanencia despojaría al cielo de falsos dioses y reforzaría la voluntad de existir. Tomaríamos distancia así de las posiciones metafísicas que nos emborrachan con el fiero aliento de los fanatismos trascendentes.

La astucia del accionar teocrático no sólo reafirma el engaño conceptual de los creyentes, ha inseminado también los estamentos laicos. Es cierto que algunos monoteísmos encuentran adhesiones menos ostentosas que en otras épocas. Pero siguen convocando multitudes ante la muerte de un líder, siguen manteniendo cruzadas religiosas suicidas, siguen invocando principios divinos para expropiar, excluir, torturar, matar. Se esgrimen ideales teocráticos tanto para enjuiciar las cotidianidades humanas como para justificar las guerras soeces. Pues, según el autor, a pesar de los infantilismos conceptuales, la crueldad con los no adherentes, las contradicciones ontológicas y la moral pacata, las grandes religiones gozan de buena salud. Lejos están de debilitarse y sus súbditos de insubordinarse. Hasta los laicos –por infiltración cultural– asumen sus códigos domesticadores. Esos principios morales soterradamente propuestos por los delirios apolíneos de los monoteístas, que son enemigos naturales del amor pleno y de las alegrías sin sordina.

Sostiene Onfray que la influencia de la normativa cristiana circula por el entramado social. Incide en valoraciones y decisiones amordazando los sentidos, acallando los deseos, atacando la emancipación personal y promoviendo la intolerancia. Sorprendentemente el judaísmo y el islamismo sucumbieron, sin mucho esfuerzo, a la corriente moralizadora cristiana. De modo tal que los valores enarbolados por los tres monoteísmos constituyen una coacción sobre los sujetos. Y no sólo en el interior de las instituciones religiosas: esa imposición está presente también en los sistemas jurídicos, médicos, militares, pedagógicos, científicos, políticos y sociales.

La pulsión de muerte que moviliza a los artífices de la unicidad divina no se detiene en los límites de cada religión, señala el autor. Se expande por la historia e infecta la cultura. El baño metafísico en el que los poderes religiosos sumergen a sus fieles inunda a la sociedad en su conjunto. La normatividad cristina –burda copia desangelada de ideales paganos– demostró ser tan eficaz para el dominio, que sirvió de modelo no sólo a los demás monoteísmos, alcanzó también a las instituciones laicas que –con distintos grados de discernimiento– se dedican a someter a las personas.

La crítica de Onfray llega hasta el psicoanálisis, que a pesar de ser tan crítico en sí mismo, se ha plegado –se supone que inconscientemente– a una moral religiosa fisgona de las libertades corporales. De hecho, podemos acordar que la nueva teoría sexualizó la culpa y culpabilizó clínicamente ciertas elecciones sexuales. Freud no descontextualizó el estudio de la histeria. Esta neurosis de alto contenido sexual, como todas las patologías por él estudiadas, se inscribe en un marco teórico referencial construido por Freud, aunque acorde con ciertos supuestos pequeño-burgueses que imperaban en su época. Es verdad que muchos de esos supuestos se perturbaron con sus teorías. Pero no pudo prescindir del imaginario en el que persistían. La satisfacción sexual “normal” debe provenir de la relación con un objeto de deseo (otro sujeto) heterosexual y consumarse de manera casi bíblica. En consecuencia, si la idea regulativa de satisfacción sexual es el modelo planteado, se infiere que quien no observa tal conducta y se excita sin consumación tradicional, es un histérico o un perverso. El equivalente clínico de un pecador, un impío o un inmundo para los diferentes monoteísmos.

En otro orden de cosas, Onfray atiende a los fundamentos de la lógica jurídica, que se derivarían de las primeras líneas del Génesis. La desobediencia de quienes quisieron saber tanto como Dios –para ser capaces de ejercer el mismo tipo de poder– desató la ira divina. El padre adorable se transmutó en juez detestable. Condenó a sus criaturas a la vergüenza, el trabajo, el dolor de parto, la impotencia, el sufrimiento, la sumisión de las mujeres y la miseria sexual. El derecho positivo, aunque se hace pasar por laico, surge de la episteme judeocristiana. Los hombres de la ley, a pesar de que frecuentemente se proclaman ateos, se pliegan a esa episteme con sus prácticas discursivas. Cuanto más incrédulos son, más se aferran con uñas y dientes instintivamente a las valoraciones morales coercitivas provenientes de los teísmos.

Ya Immanuel Kant decía que nadie puede demostrar la existencia de Dios, aunque tampoco su inexistencia. Ahora bien, Onfray apunta que si la existencia de Dios impidiera el odio, la mentira, la violación, el saqueo, la violencia, el desprecio, la corrupción, la paidofilia, el infanticidio, en fin, el resentimiento y la maldad, los altísimos jerarcas religiosos y sus ejércitos de rabinos, imanes, curas y creyentes descollarían por sus virtudes. Ello, al menos, demostraría a los ateos la excelencia moral del estatus religioso. Sus comportamientos ejemplares serían una prueba irrefutable de que algo superior conduce sus acciones. Lejos estarían de someter sexualmente a las personas, de alentar masacres suicidas o de invadir territorios ajenos. Sin embargo, en sus alforjas históricas llevan personas calcinadas en hogueras, pueblos sometidos en nombre de guerras santas y discriminaciones avaladas por supuestas verdades religiosas. La prueba de la existencia de tales verdades se reduce a la suma de errores repetidos.

Friedrich Nietzsche, recordemos, se pregunta: “¿Qué es la verdad?”. Y propone: un vivaz ejército de metáforas que a fuerza de ser transmitidas, adornadas y repetidas, después de un largo uso, a un pueblo le parecen definitivas, canónicas y obligatorias. Las verdades son ilusiones con respecto a las cuales se ha olvidado que son inventos de quienes ejercen el poder. Esas metáforas han ido desgastándose paulatinamente y perdiendo fuerza sensible hasta terminar imponiéndose como designio irrefutable.

Así, Pablo de Tarso creyó –dice Michel Onfray– que una voz sobrenatural le ordenaba sembrar el odio por el mundo. Odio a los no cristianos, a las mujeres y a la carne. No se encuentra por cierto más libertad en los otros monoteísmos. El significado de “musulmán” es “sometido, subordinado a los mandatos de Dios y de Mahoma”. Por su parte, los judíos sufren el imperativo de actuar siguiendo las prescripciones milimétricas de la Torá. Las religiones necesitan sujeción, incultura e ignorancia. Así se expanden, aseguran su existencia y –a veces– hacen desaparecer a quienes no adhieren a ellas.

Nuestro autor se solaza con reconstrucciones de este tipo. Su reflexión desmonta los principales mitos de las tres grandes religiones: el cristianismo, el judaísmo y el islamismo. El análisis devela miserias, ironías y contradicciones como quien despliega, ante asombrados ojos, una variada colección de joyas conceptuales. Se descubren intrincados dispositivos de poder que originaron y sustentan los dogmas religiosos. Onfray no desatiende tampoco la mala conciencia de los creyentes. No porque se mientan a sí mismos siendo conscientes de su impostura, sino porque sustentan una falsa representación acerca del estado de las cosas, sin ser conocedores del autoengaño. Afirman que es verdadero lo que creen y creen que es verdadero lo que afirman. La enunciación construye la verdad autenticando el extraño poder de un lenguaje que, al afirmar, convierte en real lo que enuncia.

“Los declaro marido y mujer”, dicho por la persona adecuada en una situación apropiada, instaura una realidad. De manera similar se instauran, desde lugares autoritarios, procedimientos intimidantes que mantienen a los fieles en el espíritu de rebaño, constituido por seres obedientes que contribuyen al reposo, el solaz y el enriquecimiento de los pastores.

En el presente libro se despliega una física de la metafísica y, como solución contra los devaneos místicos, se propone una ateología, concepto que, no ingenuamente (si se lo piensa desde las relaciones de poder), carece de sinónimo positivo. Esta física es abordada por Onfray mediante una deconstrucción histórica y política, que va dejando al descubierto las trampas de los monoteísmos en general y del cristianismo en particular. El autor considera que la teocracia es un dominio que va más allá de lo religioso e impregna con su pulsión de muerte a la sociedad civil. SuTratado de ateología culmina con una bibliografía no tradicional en la que los textos se citan en medio de amenos e ilustrativos relatos. De este modo, la reflexión traspasa los límites de las cuatro partes en las que se divide la obra.

En el transcurso de la lectura se descubren valores que atraviesan a todas las religiones monoteístas, sin negar por ello sus obvias diferencias. Las tres manejan el arte de engañar a sus fieles, cercenar sus libertades, domesticarlos y someterlos inculcando la intransigencia con el pensamiento diferente. El cristianismo, el judaísmo y el islamismo, como si se hubieran puesto de acuerdo, desestiman la condición femenina, desprecian el cuerpo y descalifican los goces mundanos. Dios ama las vidas mutiladas, aunque promete edenes posmortales y defiende una moral al servicio del dominio. Impone a sus prosélitos sacrificios que les ahorra a sus dirigentes y enseña verdades que únicamente las jerarquías religiosas pueden extraer de los textos sagrados. Curiosamente, las tres grandes religiones enarbolan un libro único. Resulta paradójico que aunque no son el mismo texto para cada una de ellas, los tres registran gran similitud en sus mitos, irracionalidades, humillaciones para sus acólitos y anatemas contra los infieles.

Sin embargo, si el poder únicamente reprimiera, no podría mantenerse. Seduce con embelecos de ambos mundos. Hubo judíos que resistieron de manera militante la invasión romana. Los cristianos de la época de Constantino vieron crecer desmesuradamente su poderío político. Nuestros contemporáneos islámicos se inmolan para destruir a sus enemigos mundanos convencidos de estar adquiriendo un pasaje al paraíso. Incluso, el estallido musulmán en Irán en el siglo XX confundió –incomprensiblemente– al propio Michel Foucault.

El filósofo creyó que el ayatolá Jomeini representaba una insurrección positiva contra los sistemas de dominio occidental. Juzgó sus primeras acciones públicas como una forma moderna y original de rebelión. Es increíble que un pensador que denunciaba exclusiones de todo tipo se haya subyugado con un represor cuyo accionar –aunque más no fuera por la ideología que sustentaba– inevitablemente activaría todo lo que el pensador francés había combatido: discriminación sexual, sometimiento de las minorías, encarcelamiento de marginales, eliminación de diferentes, interrogatorios violentos, sistema carcelario, asesinato de disidentes, disciplinamiento de cuerpos y sociedad punitiva. De todos modos, se impone una aclaración: a los pocos meses de su encandilamiento con el movimiento fundamentalista, Foucault realizó una dura autocrítica acerca de su injustificable error de apreciación política.

El desfile de horrores se agudiza cuando Onfray denuncia las connivencias entre el Vaticano y Hitler, o la sangrienta toma de territorios por parte de los judíos, o las embestidas sanguinarias de los islámicos, entre otras incongruencias de quienes, por profesar creencias eternales, esperaríamos caridad, tolerancia y solidaridad. Y aunque no está explícito, de lo dicho se desprende que atropellos como los del actual imperio y sus aliados también están impulsados por intereses de raigambre teocrática en beneficio, en este caso, de los cruzados posmodernos.

Pero tanta denuncia exige salidas posibles. La propuesta ofrecida por Onfray es tan apasionada como el estilo que atraviesa de punta a punta su investigación. Se trataría de comenzar a descristianizar nuestra episteme sin ligerezas ni frivolidades, de trabajar sobre las representaciones sociales y educar las conciencias en vistas a una razón ampliada que superara las ignominias de la propuesta teológica. Esto se lograría, según el autor, con la promoción de un laicismo poscritiano, capaz de superar al actual ateísmo demasiado impregnado todavía de lo mismo que pretende combatir. Quienes tomen la posta del nuevo ateísmo deben saber que toda promoción metafísica o religiosa tiene la posibilidad de invadir nuestras instituciones y nuestras subjetividades. En función de ello, se debe estar conceptualmente en estado de alerta. Se trataría de una especie de vigilancia epistemológica del ateísmo, de una tarea militante y opuesta a cualquier elección entre cristianismo, judaísmo o islamismo.

Un principio divino es sólo un conjunto de palabras. No hay entidad que lo sostenga. Más allá no hay nada. Pero en este mundo, en la contundente realidad de la inmanencia, existen pensamientos alternativos a la filosofía teocrática hegemónica. Existen sujetos alegres que aman la vida. Hay materialistas, cínicos, hedonistas, sensualistas, dionisíacos. Ellos –señala Michel Onfray– saben que sólo tenemos un mundo y que al negarlo nos arrojamos a la pérdida de su uso, disfrute y beneficio.

Esther Díaz

jueves, 15 de abril de 2010

Arturo Rivera

DESPUÉS DEL FEMINISMO.Mujeres en los márgenes.
Beatriz Preciado

En los últimos años han surgido una serie de autoras que sostienen que el objetivo del nuevo feminismo debe ir más allá de conseguir la igualdad legal de la mujer blanca, occidental, heterosexual y de clase media. Para ellas, se trata de atender a mujeres tradicionalmente dejadas al margen y de combatir las causas que producen las diferencias de clase, raza y género. Mientras la retórica de la violencia de género infiltra los medios de comunicación invitándonos a seguir imaginando el feminismo como un discurso político articulado en torno a la oposición dialéctica entre los hombres (del lado de la dominación) y las mujeres (del lado de las víctimas), el feminismo contemporáneo, sin duda uno de los dominios teóricos y prácticos sometidos a mayor transformación y crítica reflexiva desde los años setenta, no deja de inventar imaginarios políticos y de crear estrategias de acción que ponen en cuestión aquello que parece más obvio: que el sujeto político del feminismo sean las mujeres. Es decir, las mujeres entendidas como una realidad biológica predefinida, pero, sobre todo, las mujeres como deben ser, blancas, heterosexuales, sumisas y de clase media. Emergen de este cuestionamiento nuevos feminismos de multitudes, feminismos para los monstruos, proyectos de transformación colectiva para el siglo XXI.
Estos feminismos disidentes se hacen visibles a partir de los años ochenta cuando, en sucesivas oleadas críticas, los sujetos excluidos por el feminismo biempensante comienzan a criticar los procesos de purificación y la represión de sus proyectos revolucionarios que han conducido hasta un feminismo gris, normativo y puritano que ve en las diferencias culturales, sexuales o políticas amenazas a su ideal heterosexual y eurocéntrico de mujer. Se trata de lo que podríamos llamar con la lúcida expresión de Virginie Despentes el despertar crítico del “proletariado del feminismo”, cuyos malos sujetos son las putas, las lesbianas, las violadas, las marimachos, los y las transexuales, las mujeres que no son blancas, las musulmanas… en definitiva, casi todos nosotros.

Esta transformación del feminismo se llevará a cabo a través de sucesivos descentramientos del sujeto mujer que de manera transversal y simultánea cuestionarán el carácter natural y universal de la condición femenina. El primero de estos desplazamientos vendrá de la mano de teóricos gays y teóricas lesbianas como Michel Foucault, Monique Wittig, Michael Warner o Adrienne Rich que definirán la heterosexualidad como un régimen político y un dispositivo de control que produce la diferencia entre los hombres y las mujeres, y transforma la resistencia a la normalización en patología. Judith Butler y Judith Halberstam insistirán en los procesos de significación cultural y de estilización del cuerpo a través de los que se normalizan las diferencias entre los géneros, mientras que Donna Haraway y Anne Fausto-Sterling pondrán en cuestión la existencia de dos sexos como realidades biológicas independientemente de los procesos científico-técnicos de construcción de la representación. Por otra parte, junto con los procesos de emancipación de los negros en Estados Unidos y de descolonización del llamado Tercer Mundo, se alzarán las voces de crítica de los presupuestos racistas del feminismo blanco y colonial. De la mano de Angela Davis, bell hooks, Gloria Anzaldua o Gayatri Spivak se harán visibles los proyectos del feminismo negro, poscolonial, musulmán o de la diáspora que obligará a pensar el género en su relación constitutiva con las diferencias geopolíticas de raza, de clase, de migración y de tráfico humano.

Uno de los desplazamientos más productivos surgirá precisamente de aquellos ámbitos que se habían pensado hasta ahora como bajos fondos de la victimización femenina y de los que el feminismo no esperaba o no quería esperar un discurso crítico. Se trata de las trabajadoras sexuales, las actrices porno y los insumisos sexuales. Buena parte de este movimiento se estructura discursiva y políticamente en torno a los debates del feminismo contra la pornografía que comienza en Estados Unidos en los años ochenta y que se conoce con el nombre de “guerras feministas del sexo”. Catharine Mackinnon y Andrea Dworkin, portavoces de un feminismo antisexo, van a utilizar la pornografía como modelo para explicar la opresión política y sexual de las mujeres. Bajo el eslogan de Robin Morgan “la pornografía es la teoría, la violación la práctica”, condenan la representación de la sexualidad femenina llevada a cabo por los medios de comunicación como una forma de promoción de la violencia de género, de la sumisión sexual y política de las mujeres y abogan por la abolición total de la pornografía y la prostitución. En 1981, Ellen Willis, una de las pioneras de la crítica feminista de rock en Estados Unidos, será la primera en intervenir en este debate para criticar la complicidad de este feminismo abolicionista con las estructuras patriarcales que reprimen y controlan el cuerpo de las mujeres en la sociedad heterosexual. Para Willis, las feministas abolicionistas devuelven al Estado el poder de regular la representación de la sexualidad, concediendo doble poder a una institución ancestral de origen patriarcal. Los resultados perversos del movimiento antipornografía se pusieron de manifiesto en Canadá, donde al aplicarse medidas de control de la representación de la sexualidad siguiendo criterios feministas, las primeras películas y publicaciones censuradas fueron las procedentes de sexualidades minoritarias, especialmente las representaciones lesbianas (por la presencia de dildos) y las lesbianas sadomasoquistas (que la comisión estatal consideraba vejatorias para las mujeres), mientras que las representaciones estereotipadas de la mujer en el porno heterosexual no resultaron censuradas.

Frente a este feminismo estatal, el movimiento posporno afirma que el Estado no puede protegernos de la pornografía, ante todo porque la descodificación de la representación es siempre un trabajo semiótico abierto del que no hay que prevenirse sino al que hay que atacarse con reflexión, discurso crítico y acción política. Willis será la primera en denominar feminismo “prosexo” a este movimiento sexopolítico que hace del cuerpo y el placer de las mujeres plataformas políticas de resistencia al control y la normalización de la sexualidad. Paralelamente, la prostituta californiana Scarlot Harlot utilizará por primera vez la expresión “trabajo sexual” para entender la prostitución, reivindicando la profesionalización y la igualdad de derechos de las putas en el mercado de trabajo. Pronto, a Willis y Harlot se unirán las prostitturas de San Francisco (reunidas en el movimiento COYOTE, creado por la prostituta Margo Saint James), de Nueva York (PONY, Prostitutas de Nueva York, en el que trabaja Annie Sprinkle), así como del grupo activista de lucha contra el sida ACT UP, pero también las activistas radicales lesbianas y practicantes de sadomasoquismo (Lesbian Avangers, SAMOIS…). En España y Francia, a partir de los noventa, los movimientos de trabajadoras sexuales Hetaria (Madrid), Cabiria (Lyon) y LICIT (Barcelona), de la mano de las activistas de fondo como Cristina Garaizabal, Empar Pineda, Dolores Juliano o Raquel Osborne formarán un bloque europeo por la defensa de los derechos de las trabajadoras sexuales. En términos de disidencia sexual, nuestro equivalente local, efímero pero contundente, fueron las lesbianas del movimiento LSD con base en Madrid, que publican durante los noventa una revista del mismo nombre en la que aparecen, por primera vez, representaciones de porno lesbiano (no de dos heterosexuales que sacan la lengua para excitar a los machitos, sino de auténticos bollos del barrio de Lavapiés). Entre los continuadores de este movimiento en España estarían grupos artísticos y políticos como Las Orgia (Valencia) o Corpus Deleicti (Barcelona), así como los grupos transexuales y transgénero de Andalucía, Madrid o Cataluña.

Estamos aquí frente a un feminismo lúdico y reflexivo que escapa del ámbito universitario para encontrar en la producción audiovisual, literaria o performativa sus espacios de acción. A través de las películas de porno feminista kitsch de Annie Sprinkle, de las docuficciones de Monika Treut, de la literatura de Virginie Despentes o Dorothy Allison, de los comics lésbicos de Alison Bechdel, de las fotografías de Del LaGrace Volcano o de Kael TBlock, de los conciertos salvajes del grupo de punk lesbiano de Tribe8, de las predicaciones neogóticas de Lydia Lunch, o de los pornos transgénero de ciencia-ficción de Shue-Lea Cheang se crea una estética feminista posporno hecha de un tráfico de signos y artefactos culturales y de la resignificación crítica de códigos normativos que el feminismo tradicional consideraba como impropios de la feminidad. Algunas de las referencias de este discurso estético y político son las películas de terror, la literatura gótica, los dildos, los vampiros y los monstruos, las películas porno, los manga, las diosas paganas, los ciborgs, la música punk, la performance en espacio público como útil de intervención política, el sexo con las máquinas, iconos anarco-femeninos como las Riot Girl o la cantante Peaches, parodias lesbianas ultrasexo de la masculinidad como las versiones drag king de Scarface o ídolos transexuales como Brandon Teena o Hans Scheirl, el sexo crudo y el género cocido.

Este nuevo feminismo posporno, punk y transcultural nos enseña que la mejor protección contra la violencia de género no es la prohibición de la prostitución sino la toma del poder económico y político de las mujeres y de las minorías migrantes. Del mismo modo, el mejor antídoto contra la pornografía dominante no es la censura, sino la producción de representaciones alternativas de la sexualidad, hechas desde miradas divergentes de la mirada normativa. Así, el objetivo de estos proyectos feministas no sería tanto liberar a las mujeres o conseguir su igualdad legal como desmantelar los dispositivos políticos que producen las diferencias de clase, de raza, de género y de sexualidad haciendo así del feminismo una plataforma artística y política de invención de un futuro común.

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Desagregarse de los aparatos de captura-----Seminario Deleuze-Guattari-Primera parte

La física de los átomos y el materialismo de las partículas desembocan en una ética hedonista, en el advenimiento de una moral de la al...